Por Arq. Roberto R. Delgado
Comandante Juan Felipe Ibarra |
Corría el año 1820 y la ciudad celebraba la Semana Santa, cuando se enteró de un levantamiento armado y el triunfo de tropas santiagueñas sobre tucumanas. No bien comprendieron lo sucedido, el ruido de fusilería anunció la entrada del comandante Juan Felipe Ibarra, quien inmediatamente asumió la conducción del gobierno.
El 27 de abril, se proclamó
la Autonomía de la Provincia resucitando la causa de Borges. Ibarra, astuto
militar, de fina instrucción, educado en el Colegio de Monserrat de Córdoba,
conocía a su pueblo, sus aspiraciones y se dedicó a su defensa.
Un dato interesante en el
Acta de Proclamación de la Autonomía, dice: "...que el censo del año 1815
resultaron sesenta mil habitantes que no los tiene Tucumán". La ciudad no
superaba los 4.000 habitantes.
A partir de Ibarra, la
ciudad y la provincia tomaron otro rumbo, volvió a ser centro del norte, pero a
costa de mucha sangre santiagueña. Será invadida por fuerzas cordobesas,
tucumanas y catamarqueñas que buscaban someterla. Más de una vez los pobladores
evacuaron la ciudad como precaución y táctica de guerra. Siempre salió airosa.
La "Sociedad Urbana" que tanto daño hizo a Borges, hizo lo mismo con
Ibarra, pero éste reaccionó con mano dura, persiguiendo a los intolerantes de
la Autonomía hasta el destierro, hechos por los que, con posterioridad, será
calumniado.
La ciudad tuvo otros accesos
de importancia, esta vez por orientación al este. Uno ya era conocido, relacionaba
ambas márgenes del río a la altura de la prolongación de la actual avenida
Alsina y continuaba con un camino rumbo sur-este hasta Sabagasta, también a
Matará y a la región de Vilelas. En este cruce, se levantó en 1824-25 un
precario puente donde se cobraba un peaje como renta al gobierno.
Plano indicativo del asentamiento poblacional y los principales elementos que definieron el perfil de la ciudad en 1825.
Se puede afirmar, por cotas del suelo, estratos, geológicos y carencias de vestigios de radicación humana, que durante siglos, incluso antes de la fundación del definitivo asentamiento de la ciudad, en la zona sur-este del centro urbano era conflictivo arraigarse por los constantes cambios del curso del río, que generaba zanjas y erosiones creando un ámbito de bañado. Por ello se mantuvo como límite sur de la ciudad la actual avenida Alsina, se hacía una diagonal de orientación sur-oeste, bus- cando los altos, para vincularlos con el camino Real y continuar a Maco, Tuama, Upianita, etc.
Más al Norte, en la
prolongación de la actual calle Salta, que al cruzar el río continuaba a San
Isidro (campo propiedad de los Taboada), al llegar al Saladillo se abría en
varias sendas hasta la costa del Salado. Este camino fue muy frecuentado por
troperos, en especial caballar. Muy comenta- da, incluso en el cancionero
popular, era una posta a orillas del Rio Dulce atendida por la "Rubia
Moreno".
Las memorias recuerdan el
recorrido desde el Río Salado al Dulce. Se lo practicaba en dos tiempos: al
amanecer se partía de las poblaciones ribereñas del Salado, con el crepúsculo
se buscaba amparo en el Saladillo. Al día siguiente, con la "fresca"
se trotaba algunas leguas para llegar por la noche a la "lucesita" de
la Rubia Moreno. Ahí se descansaba y cuando era prudente, se cruzaba el río con
la tropa o sin ella. En las "sombras" de la orilla, en la Tara-Paya
(hoy sector B°
Sargento Cabral y Juan XXIII) se acampaba en espera del "hombre" para
negociar. Cuando se traía miel o artesanías se "llegaba" hasta el
viejo cementerio, se supone su localización en la zona aledaña
a la actual Casa de Gobierno y Palacio de Tribunales, donde se
"truequeaba" o se vendía. En la misma zona, en un terreno frente a la
acequia Real donado por el presbitero Juan José Lami y por iniciativa de la
madre Ana María Taboada, comienza en 1823 la construcción de un convento que en
honor al Niño Jesús, se lo llamó Casa de Belén, que se fundó el 25 de diciembre
de 1821. Con el trabajo del pueblo, Ibarra mejoró las defensas sobre el río, en
1825 ante una inminente inundación, abrió un nuevo cauce permitiendo que las
corrientes de aguas se replegaran sobre la margen opuesta a la ciudad.
Ibarra vivía en la zona
"alta" en los terrenos hoy ocupados por el Colegio Nacional.
Próximos a la barraca que se
ubicaba en la intersección de las actuales calles Pedro León Gallo y Colón,
había una casa de estilo colonial que mandó a remozar instalando el polvorin y
depósito para arsenal. Constaba de dos amplios salones para armas, un local
para guardia, amplia galería frente a un aljibe y un campo de adiestramiento.
Hacia el poniente de- pósitos y corrales para animales; hacia el sur, como
defensa natural, existían unas lagunas bordeadas por un gran salitral con suelo
pantanoso.
De las características de la
casa habitada por Juan Felipe Ibarra no hay antecedentes, pero debió ser
similar a la de los Díaz Gallo.
Como sede del Gobierno,
Ibarra utilizaba una casa de numerosas habitaciones, se ubicaba donde está hoy
el Teatro
25 de Mayo, ignorándose si fue
construida para tal fin.
En 1824, a dos años de
haberse reconstruido la iglesia de La Merced, se derrumbó por mala
construcción. Ibarra mandó reconstruirla nuevamente en 1835, como pago de
"confiscaciones" que había realizado a las quintas de la orden.
Mercedaria que poseían en Tipiro.
En 1847, con su ayuda, se
construye por tercera vez la iglesia del convento de San Francisco. Esta época
corresponde a la radicación de un grupo de familias, cuyos apellidos fueron
Ríos, Díaz, Juárez o Silva en zonas vecinas a la barraca que estaba cerca de
las actuales calles Formosa y Colón. Estas familias cultivaron en pequeños
cercos algodón y maíz, trayendo para su riego una acequia (hoy Colón) cuya toma
estaba contigua a la acequia Real. En la parte alta de esta "colonia"
(oeste) cultivaron plantaciones de tunas. Por decenios se consumieron los
frutos y el arrope elabora- do por estas familias.
Es posible que esta acequia
continuara hasta la propiedad de Ibarra y se vinculara con otra, la
desaparecida acequia de calle Sáenz Peña, a la principal o Acequia Real.
También es probable que sirvieran para drenar unas lagunas que había en la zona
del actual barrio Rivadavia, a las que identificaban como "barroso,
barrosa, barro negro", denominación utilizada por gentes que venían del
oeste: Remes, Luján y Guasayán. Juan Felipe Ibarra se preocupó más por la
totalidad de la provincia que por su ciudad principal. En razón de las frecuentes
interrupciones a su gobierno, por intrigas, traiciones, invasiones de
provincias vecinas, por sucesivos interregnos de delegados de gobernadores,
tenientes gobernadores, que obligaban su retiro y repliegue de la ciudad.
Guerrear en los montes, armar su ejército hizo que no le quedara tiempo ni
tranquilidad para considerar la urbe. Recién a partir de 1840 y hasta su muerte
en 1851, sus realizaciones darán pie al entusiasmo de los mentores de la
cruzada por la paz y la organización.
Por recorridos, lecturas e
investigaciones, cual- quiera puede suponer una cronología de hechos, pero
muchas preguntas surgirán: ¿Qué designios acurrucaba esta ciudad centenaria
para no ser lo que merecía? ¿Acaso sus habitantes no querían libertad,
independencia y ser gestores de sus propios destinos sin buscar tutelajes? o
tal vez, con intrigas y traiciones escondían perversas ambiciones.
En el territorio nacional en
sus comienzos de organización política independiente, sus habitantes se
dividieron entre simpatizantes de los "godos" y por otra de los
criollos. Más tarde entre federa- les y unitarios. Santiago del Estero no era
ajeno, ¿Qué pasaba en esta ciudad que no era nada, solo un paso de todo, como
se expresó anteriormente? ¿Acaso la ciudad pretendía ignorar el verdadero
Santiago nacido en los pueblos junto a sus dos ríos?.
La ciudad nació junto al
Dulce y poco a poco por el Camino Real, familias de poblaciones y estancias
"dulceñas" se arrimaron y con su prole armaron comunidad,
estableciendo contacto con el sur y el noroeste de país ligándolos un interés
económico y social. Terratenientes de rancio abolengo, caballeros de probada
fidelidad a la corona española, no "mestizados" con sus sirvientes.
Con la revolución por la
Independencia se convulsionó la tranquilidad social, el patio hogareño, el
paseo de las niñas. Llegaron a la ciudad, los "Shalakos" del Salado;
"guerreros de frontera, mestizos, ignorantes, acaudillados por tipos que
respondían a las características en el estado de atraso en que se
encontraban", diría Paul Groussac en sus escritos.
¿Así era Borges, el joven de
ojos azules que llevaba su insignia otorgada como Caballero Cruzado de la orden
de Santiago por la corte española?. ¿Así fue Ibarra que luchó por la Revolución
de Mayo, contra los realistas en Potosí bajo las órdenes de Viamonte,
Pueyrredón y Belgrano?.
¿Así eran los criollos de
nuestra mesopotamia provincial que sembraron con sus cadáveres los campos de
batalla? Indudablemente no. La ciudad no evolucionaba y se fragmentaba no por
la guerra fraticida del período por la independen- cia, sino por la intolerancia
social. La dirigencia ciudadana se consideraba con derechos por ser cultos e
ilustrados. Los guerreros por su sangre derramada.
El barrio de Las Catalinas,
aledaño al templo de los Dominicos, representaba un círculo cerrado,
conservador, a pesar de sus calles maltrechas por el paso. Sus casas con patios
de grama, enredaderas de madreselvas y jazmines, juncos y ro- sales, daban idea
de grandeza y prosperidad. En contraste, la inmediata periferia, el olor a
guano y cuero perfumaba las brisas, los corrales, enramadas que servían como
techo, alguna pieza como vivienda, mostraban la realidad del momento. Todo
transitorio. Alerta.
El criollo santiagueño,
muerto su máximo caudillo, se afincaba como podía. Esperaba la orden para ser
llamado, órdenes que no le llegaban. Había abandonado su pago, olvidado su
oficio de labriego y criador. Más de 40 años lo habían formado como guerrero,
baquiano y visteador.
Antes lo aclamaban cuando
paseaba su triunfo, que en definitiva no era para él, lo gozaban los otros.
Ahora lo despreciaban. Como queriendo estar junto y perpetuar la memoria de su
caudillo, se ubicaron en la zona alta de la ciudad, al oeste, cerca de la
residencia de Ibarra.
Si bien el aspecto de la ciudad
en ese entonces era reflejo de los acontecimientos vividos ya no se podía
volver atrás y hacer un replanteo de organización, tampoco había quien la
pusiera en práctica. Todo se consolidaba en razón de la necesidad del caso.
Construcciones existentes en los siglos pasa- dos (residencias, postas) habían
desaparecido o se transformaron para un nuevo destino en talleres de carruajes,
herrerías, quizás almacenes de ramos generales, edificios públicos. Solo en las
inmediaciones de los templos el orden de las construcciones simulaba una
urbanización, el resto del asentamiento era anárquico, sin límites precisos y
de surgimiento espontáneo.
Solo las construcciones
influenciadas por los clérigos y por los residentes con experiencias
cosmopolitas poseían un criterio estético. Lo otro netamente funcional y
austero con la tecnología importada de las estancias, construcciones de poca
envergadura y extendida en el plano paralelo al suelo.
El escaso crecimiento
edilicio de los años anteriores negó la posibilidad de formación de
especialistas en construcciones, bastó únicamente la buena voluntad y la
experiencia adquirida en las estancias y salas.
Toda población que crece
requiere nuevas necesidades, nuevos hábitos. Todas las tareas de mantenimiento
que se circunscribían al recinto de las residencias, adquirieron dimensión
social-urbana y aparecieron nuevos oficios al servicio de la comunidad:
tabiqueros, carpinteros, herreros, albañiles, lecheros, vendedores ambulantes,
etc. Estos dieron otro ritmo y paisaje a la Ciudad.
Nota relacionada: LA CIUDAD CON LOS TABOADA
Fuente: Santiago del Estero.
Recorrido por una ciudad Histórica
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