Arq. Roberto R. Delgado
Mercado Armonía recién inaugurado. Año 1936 Edición Rene César Fan |
Los hombres usan los sentidos para orientarse estableciendo una variada gama de referencias que almacenan en el cerebro. Informaciones que llegan a través de órganos receptores como los ojos, nariz y oídos. Estas acumuladas y asociadas, colaboran en la experiencia y conocimiento del vivir el sociedad.
Una ciudad
contiene ruidos y olores, más un color que varía en forma permanente por
movimientos de cosas provocando una dinámica que influye en el ánimo de los
habitantes.
A comienzos del
siglo XX, cuando el Mercado Armonía funciono en plena actividad, concentro a un
número singular de personas que no eran vecinos de la ciudad. Gentes que
llegaban diariamente en caravanas, desde parajes distantes trayendo artesanías,
alimentos elaborados, animales domésticos y diversos frutos regionales.
Predominaban en
esos ”llegados” los venidos de Loreto y zonas de influencia, que recorriendo el
viejo camino real ingresaban por calle Independencia o la Avenida Belgrano. Fue
una “procesión” de vendedoras a pie, también montadas en sulkis y caballos
acompañadas de sus hijos menores.
Rompían el
silencio del amanecer con risas y diálogos picarescos expresados en voz alta, más
el cacarear de gallinas molestas en el transporte; tintineo del cencerro de
cabras que guiaba la pequeña majada mientras los “cushcos” ladraban de un lado
a otro.
Contrastes
cromáticos de los negros vestidos con “una huatana” (paño o toalla para cubrir
la cabeza), portados por las ancianas, con el floreado en vivos colores de los
vestidos de las jóvenes; alguna cinta roja o amarilla adornando el cuello o
pelo, indicaban el “haber hecho promesa”.
Todo y mucho más,
produjo una cadencia armónica de ruidos, formas y colores que el ciudadano de
entonces supo qué hora era, la estación del año por el producto pregonado o
motivando en la creación del menú del diario alimento.
Este cortejo en
su paso dinamizo la actividad de la ciudad. Los sonidos metiéndose en las casas
hacían callar a los moradores que intentaban captar los “chismes”, prestas
atención a las ofertas o por simple curiosidad.
Los perros
caseros en enloquecidos trotes y aullidos protegían sus territorios.
Este espectáculo
repercutió solo una hora, marcando el comienzo del día, cuando no sucedía, era
feriado, la ciudad descansaba.
Después de las
lluvias o con las brisas frescas del sur en las tardes, un manto de perfumes exquisitos
se supieron desparramar por las zonas bajas al este de la ciudad, provenían de
los jardines-viveros que se ubicaron en la Av. Belgrano a los costados de la
desaparecida acequia. Fueron sus propietarios las familias Tarchini, Regazzoni,
y Palumbo que desde fines del siglo XIX se dedicaron a esas tareas en predios
de generosa superficie, tareas que eran extensión de las hogareñas,
circunstancias por las que fueron conducidas por mujeres, como doña Elvira
Regazzoni de Tarchini, posteriormente su hija carlota, que acrecentó la
actividad.
De estos jardines
salieron las palmas y coronas que acompañaron las mortajas o los tocados de las
novias. Fue frecuente que al ver salir al “mandado” con el encargo, vecinos y
transeúntes se arrimaran a la verja de los jardines preguntando por la
primicia. De inmediato la noticia estaba de boca de todos, todos a festejar o a
lamentarse.
A estas familias
se le debió las costumbres de hacer jardines, cultivar en macetas, las técnicas
del injerto y del recibimiento a la primavera a pleno color y olor.
El Dr. Orestes Di
Lullo siendo intendente de la ciudad capital, a mediados de la década de 1940,
foresto las principales calles del microcentro
con especies frutales en sentido este-oeste (plantas de naranjas
agrias), en orientación norte-sur con árboles de hojas perennes (brachos). El
método que aplico permitió que en época de floración, los vientos frecuentes
del norte o sur arrastraran por la urbe un olor de azahares y que el fruto
fuera aprovechado por el arte culinario (licores, dulces, repostería, etc.).
Los brachos sirvieron de cortina para sombra del sol naciente o poniente.
Comento el DR. Di
Lullo que la ciudad debía tener un toldo que naciera en las proximidades de la
estación Zanjón y terminara en el barrio Huaico Hondo en las estribaciones de
Las Lomas coloradas, llegado el periodo estival, correrlo poniendo todo a la
sombra. Lo planteó como una utopía, por ello practicó este método más natural
logrando confort para los ciudadanos y que las plantas fueran residencias de
pájaros como factor de equilibrio ecológico contra insectos y larvas
perjudiciales.
Por lo menos dos
veces al mes y con temperaturas frescas, a pocas cuadras del microcentro en
proximidad de la calle Alsina o Moreno, un olor pestilente impregnaba la
atmosfera del lugar. Fue señal de que familias de matarifes y carniceros
estaban haciendo jabón. Procesaban la grasa animal al fuego para luego
incorporarle esencias, el producto fue vendido u obsequiado como “yapa” en el
puesto. Esta actividad perduro hasta la década del 1940 y la practicaron las
familias Collado y Segura entre otras.
En las fincas de
los Provedano, de los Isorni al sur o de los Lissi al norte, situadas a los límites
del núcleo urbano para mencionar algunas, en los días fríos del mes de julio,
los olores de vapores de agua mezclado con grasa porcina y carne asada invadía
la periferia indicando el faenamiento de cerdos y elaboración de embutidos.
Esta industria familiar concentraba en fiesta, parientes y allegados de todas
las edades. A manera de pelota, los chicos jugaban con la vejiga disecada e
inflada de los cerdos; los grandes colaboraban con el trabajo. El mes de junio
fue, hasta la postrimería de la década de 1930, muy anhelado y referencia en el
calendario familiar por ese motivo.
“Lecherooo…” fue
un pregón hasta la década del 60 que caracterizo las primeras horas de la
mañana o el mediodía según el barrio. Una jardinera tirada por un caballo
manso, conducida por un hombre de gorra o birrete blanco que a viva voz
nombraba las vecinas o a las empleadas domésticas: “Filomenaaa…” “Panchitaaa…”
“pepaaaa…”, más el ruido del chocar de los recipientes de aluminio que llevaba
este original transporte y el insistente golpetear del mango del rebenque contra las maderas del vehículo, anunciaba a
cuadras de distancia, la presencia de este servicio: el lechero, personaje
ciudadano que trascendía su oficio dando el parte diario de los sucesos entre
los distintos barrios o recomendando a las madres por la conducta de sus hijos,
ya que observo en el baldío o en la acequia, a “Pedrito”, haciendo travesuras.
A comienzo del
mes de noviembre con los calores que anunciaba un posterior verano caliente, en
esa hora de la siesta en momentos que la vida descansa, un hombre montado en un
triciclo gritaba “heladooo…”, o simplemente “…aaados”, imitando al “caramelero”
de los cines. Intercalaba el grito con el sonido de una afónica corneta. Vendia
helados caseros de agua, no a la crema. Desde mediados de la década del 60 que ya no se lo escucha.
En reemplazo hoy gritan “Bombón helado”, producto industrial más sofisticado
transportado en cajas acromáticas.
Frente a las
puertas de acceso de las escuelas primarias junto al cordón que limita acera y
calle vehicular, los alumnos supieron arremolinarse junto a un vendedor de variadas golosinas,
fue el “tirero” cuyo nombre se debió a
los métodos que uso para la venta; se “tiraba” una bolita en un círculo a
manera de ruletas o se “tiraba” un elemento intentando hacer “blanco”. El
premio consistía en un pequeño cucurucho o paquetito de caramelo de fabricación
casera de gran tamaño, como torta, fraccionado a golpe de martillo, pregonando
“tirooo…”, se desplazó por las calles en horas extra escolares hasta los años
60.
El carbonero por
toda la ciudad; en las puertas de bancos y confiterías los vendedores de
lotería, diarios y revistas ofertaron sus mercaderías a viva voz con extrañas
modulaciones. La corneta del manicero en invierno; a media noche los sonidos
del pito de la ronda policial; las campanas de las parroquias barriales; el
olor a pan recién hecho de las panaderías; los olores de frituras, guisos,
empanadas, etc, que salían por las ventanas de los hogares, guardapolvos blancos
de “primaria”, uniformes de colegios, hábitos de curas uniformes de policías,
conscriptos y militares, etc, etc, fueron olores, pregones y colores
relacionados con la actividad humana, que dieron vida, vitalidad y dinamismo a
la ciudad que fue Santiago del Estero. Hoy cambio.
Fueron cosas que
permitieron la orientación del ciudadano, sentirse acompañado, por lo tanto
seguro y con paz pública y esa paz no estuvo garantizada por fuerzas del orden,
sino por una densa y casi inconsciente red de controles y actos inscripta en el
ánimo de las personas y alimentada por ellas mismas.
Mencionada en
capítulos anteriores la “sociedad urbana” más numerosa, ya no se preocupa de
nuestros patriotas, hoy elimina olores, pregones y colores.
Si no existen
pequeñas cosas que nos den pertenencia, somos extraños aquí y en donde sea.-
Fuente: SANTIAGO
DEL ESTERO. Recorrido por una ciudad histórica. Autor: Arq. Roberto R. Delgado
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