Por Jorge W. Abalos
En las provincias cercanas tenemos fama de malos vecinos, de incursionistas depredadores, y de ladrones; y hacen remontar nuestras rapiñas a la época de la organización nacional.
Numerosos cuentos
recuerdan nuestras pretendidas habilidades y el cancionero popular nos “honra”
con mal recuerdo.
Llegan a decir
que en Santiago del Estero el diablo perdió el poncho, pero que no es que lo
perdió, sino que se lo robaron.
“Santiagueño y basta”
y quedamos fichados con el sinónimo que ya equivale a ladrón. Esto nos obliga a
una permanente actitud de defensa cuando tenemos la poca suerte de morar en
“territorio hostil”; y cuando se nos interroga sobre nuestro origen, tenemos
que confesar como avergonzados “Santiagueño… y disculpe ¿no?”
Vamos pues a
debatir el tema: ¿somos o no ladrones los santiagueños?. Nos referiremos en
primer término a una de las más graves acusaciones.
Cuentan en
Catamarca, que en las fiestas de la Virgen del valle, cada uno de los peregrinos
se acercaba a la bondadosa imagen para agradecerle algún favor concedido o pedirle
una gracia; y dicen que cuando le tocó el turno al santiagueño, este se aproximó,
susurrándole: virgencita… yo no te pido que me des nada… solo te pido que me
pongas cerca de donde hayga”
Se pretende así
acusar al santiagueño de ser amigo de lo ajeno, confundiendo a la opinión
pública con que solo es discreción en la demanda. Imagínense la cantidad de
pedidos con que es abrumada la Virgen en esas fiestas (piense que van hasta
cordobeses); el santiagueño no quiso ser pedigüeño más, solo pidió la mitad de
la gracia, él se las arreglaba luego. Si hasta en una manito que le da a la
virgen para que esta pueda “baratito” quedar bien con él. Podría resumirse la actitud
de nuestro comprovinciano en la inversión del proverbio: “ayúdame y te
ayudare”.
Además, hemos de
confesar que esto nos viene de nuestra raíz, Clemente Cimorra, en sus
“capitanes de Rojas, descubrimiento y entrada al norte argentino”, pone en boca
de unos oficiales la expedición “llévenme –dice- a donde haya riquezas, que por
mal que se concuerde el reparto, algo me ha de tocar a mí. Siempre he pedido a
Dios y nuestra Señora que me ponga olla llena al alcance de mi mano que lo
demás corre por mi cuenta”.
Salgamos de
Catamarca al sud y llegaremos a la Rioja, allí también tienen que decir.
Cuentan que las tropas del General Taboada, al regresar a Santiago arrearon con
todo lo que pudieron, alzándose hasta con mujeres y niños. Relatan que un año
después de la llegada del ejercito a la capital santiagueña, se vio una
polvareda que avanzaba por un camino de acceso a la ciudad; y ante la sorpresa
general y el regocijo de parientes y amigos, se vio llegar, agotado y sudoroso,
a un soldado rezagado al que se daba por muerto, que se había demorado en el
camino porque venía empujando un portero riojano, único producto de su rapiña.
Tenemos que aclarar
que el cuento no tiene gracia. Con respecto a la batalla del Pozo de Vargas, preferimos no hablar para
no herir susceptibilidades riojanas. Las cosas que los santiagueños pudieran
traer desde allí no debieron ser muchas y seguramente las recogerían como
recuerdo de la campaña. Si en verdad se trajeron los niños, ya se arrepentirán
luego de criar riojanos; y con respecto a las mujeres, es lo más posible que
ellas siguieran a los vencedores.
Debe ser esto último
y aquella batallita lo que no nos perdonan la “rioja”, que nos apodan los
“planta i lana”, diciendo que los santiagueños al llegar a La rioja vieron por
vez primera plantaciones de algodón y suponían que era lana. A esto diremos que
no alcanza a los conocimientos riojanos la razón filológica que asistía a
nuestros cultos guerreros, que no satisfechos con el nombre árabe alcoton,
prefirieron la lógica del germano Baumwolle, cuya traducción literal es lana de
árbol. (Estamos abrumadoramente ilustrados).
Se comenta
también en La Rioja las especiales instrucciones que daba Quiroga a sus
oficiales sobre el cuidado que debían tener con los escuadrones santiagueños de
su propio ejército, sé que no los pusieran cerca de “donde hubiera algo”. Pero
nosotros justificamos a los santiagueños sobre todo si fueron enviados como
contribución de Ibarra con uno de esos mensajes: “le envío 100 voluntarios…devuélvame
las maneas”.
En Tucumán
pretenden denigrarnos con la copla de un “palito”
Por los cerros tucumanos
Llevan preso a un santiagueño,
Porque se encontró un bosal
antes que lo perdiera el dueño.
Con otra:
Toman preso a un santiagueño
en el paso de “Las Juntas”,
porque había encontrao un lazo
con un caballo en la punta.
Y con otra aun:
Una niña, bailando
Perdió el pañuelo
Y lo encontró en la caja
De un santiagueño.
Nos acusan
también de haber hecho peligrar la victoria de Tucumán, diciendo que las tropas
santiagueñas del ejército de Belgrano se entregaron al saqueo de los convoyes
españoles antes de terminar la lucha y de luego haber “voliao el anca”. Solo
diremos que seguramente los tucumanos estaban envidiosos de haber sido
aventajados por nuestros soldados, que si llegaron primero a los bagajes no
debe haber sido por marchar a la retaguardia del ejército nacional. Llega el
descaro de estos malos vecinos a acusarnos de robarles las eses.
Quieren así
justificar la lengua chupina que hablan (“Y como querí que hable, no vei que
etoy enfermo?”)
Junto al doctor
Barraza –gobernador de nuestra provincia en ese entonces-, participaba de un
paseo fluvial en las inmediaciones de la capital federal aquel grande hombre
tucumano que fue Don Lucas Córdoba. Nuestro comprovinciano fue afectado por el
movimiento del bote y, despojado de su dignidad por un estomago poco marino,
comenzó a arrojar violentamente por la boca, lo que por la misma vía, aunque
menos apresuradamente, ingiriera poco rato antes. El gobernador tucumano, sin
condolerse por el lamentable trance por el que pasaba su colega, comento a sus
acompañantes:
-Es el primer
santiagueño al que veo devolver algo.
Nuestro
contrataque a las agresiones tucumanas nos lleva a modificar los versos de una
copla muy conocida:
Soy santiagueño señores
Y no niego mi nación;
Prefiero ser santiagueño
Y no tucumano ladrón.
No continuaremos
enumerando las fabulas que a costa de nuestra honradez se relata; el lector las
conoce seguramente tanto como nosotros
Consideremos pues
esta serie de acusaciones de que somos víctimas. Observaremos que se nos
atribuye sustracciones de pequeña monta: un bozal, un pañuelo, un mortero, un
caballo. En la misma copla del “Martin Fierro” (que seguramente Hernández
incluyo guiándose por información mal intencionada), se habla de “hacerse la
repartija”; no se trata pues de dividir el producto de un robo propiamente
dicho, sino más bien de una ratería.
Obsérvese que en
ningún caso nos acusan de robos de importancia, ni de fracturas, ni de violencias,
ni de atracos; la más grave acusación se hace
ese abigeo inculpando de apartar ganado por estar llevándose un caballo,
y que si bien vemos, no podemos afirmar que el pobre hombre no se hubiera
compadecido de la bestia y la llevara a beber.
No somos, pues,
ladrones, solo somos rateros, distraemos efectos de poca monta con sutileza,
escamoteamos más por el fastidio que la pérdida del objeto provocara al
damnificado que por el beneficio que esperamos obtener del hurto. Hacemos
filigranas de saineo. Bueno, digámoslo ya, somos deportistas, solo eso.
Ejecutamos las sustracciones por espíritu juguetón y bromista. De la misma
manera que hacemos esgrima de palabras en nuestras charlas traviesas, de esa
misma manera que estamos tiroteando y embretando a nuestro oponente en la
conversación movida.
Y al que pretenda
dudar de esta afirmación de nuestra calidad de deportistas, lo remitimos al
cuento del santiagueño que se trajo el mortero desde La Rioja; ese no es un
ladrón, es un deportista. Y hande saber que desde entonces ostentamos el record
mundial en esa especialidad.
Hemos de tener
oportunidad de relatarles los lances de un santiagueño que participo en una
marcha hípica de Rosario a Buenos Aires con el solo objeto de “distraerle” una
fusta a un jinete porteño. Pero lo haremos en otro número de El Liberal, pues
este, de su cincuentenario, se dispersara demasiado por “el extranjero” y el
relato a que me refiero es para contarlo en familia.
Extraído de “El
Liberal, Numero del Cincuentenario 1898 - 1948”
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