De cada diez personas que te cruzas en una cuadra, nueve
están más pendientes de las diversas interacciones posibles con su celular que
del sitio donde posan las plantas de sus pies, con los riesgos que ello
entraña: desde el mínimo de pisar caca de perro u otro bicho, o llevarse por
delante una bolsa de basura, hasta el más complicado de torcerse el tobillo en
alguno de los incontables cráteres de nuestras vereditas y hasta caer en un
pozo de esos que abren con fines desconocidos las empresas privadas proveedoras
de servicios públicos.
Así, sorbido por la pantallita siniestra, no falta el que te
atropella porque ni se le ocurre que alguien pueda venir en sentido contrario
tratando de adivinar qué clase de movimiento pueda hacer; o el que,
conociéndote de algún tiempo y de algún lugar, te mira con aire enajenado
cuando cometes la torpeza de interrumpir su monólogo virtual con un saludo real
(y ni pensar en la posibilidad de un abrazo, un beso o algo más humano).
Si a eso le sumamos el rumor -que algún asidero debe tener-
del descontento generalizado por el servicio de telefonía celular que prestan
todas las empresas, resulta definitivamente incomprensible que un sujeto se
sujete -valga la redundancia- de manera tan estrecha a un aparatito que al
parecer, lo conecta con el resto del mundo mientras lo desconecta de la
realidad.
Por Silvia Picoli
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