Era una región más árida que muchas otras de la Provincia. De una aridez desoladora. De una árida desolación. Había un perro flaco que no ladraba, unas ovejitas cabizbajas que no balaban, sin duda porque nada podía recoger allí su voz. Junto al ranchito terroso, apenas distinto por su pequeña masa tumular, en la perspectiva de árida inmensidad en que conjugaban aquella media tarde tierra y cielo, alzábase un algarrobito de talle exiguo y follaje esquemático, que daba la impresión de que hubiera detenido voluntariamente su desarrollo y la expansión de su fronda en aquel punto, porque ¿para qué? …
Yo mismo, confieso, me sentí distendido y anulado. Y sólo mi automatismo de ser traslaticio y ambulatorio pudo llevarme a dar una vuelta al ranchito. Y fue contoneando una esquina que tropecé de manos a boca con aquello. Digo tropecé, pero en realidad lo que aconteció fue que aquello se me vino encima, me cortó el paso agresivamente. Era una colcha santiagueña desplegada al sol entre dos estacas. Estaba armada de rojos, amarillos y verdes, en haces, y cuchillas, y zigzagueantes y masas que resplandecían, y coruscaban y crepitaban, en esgrimas, disparos, proyecciones y flameos, como dirigiéndose numerosamente al bulto. Aquello era algo así como el malón del color a plena luz. Diré, en una palabra, que allí mi inermia descubría el infinito número, el múltiple alarido, la ofensiva, la carga del color descolgado. Diré que allí, en aquella desolada aridez, el color concentraba la voz, la voluntad y la forma que faltaba a las cosas. Diré que allí la nulidad unánime del cielo y la tierra, conjugando en la misma inmensidad indistinta, en la misma indiferencia, confesaba una herida sangrante, una vena alcanzada de abajo. Diré…
Busqué en mi desazón a alguien en quien fiarla, y descubrí junto a uno de los horcones del ranchito a una mujer de negro, un manto negro encuadrándole el rostro caoba. Las manos cruzadas sobre el vientre. Parecía de pronto volver el silencio estéril, la derrota muda del paisaje, con ella. Pero nada podía detener ahora mi confusa ansiedad, y me desahogué señalándole la colcha con la mano y estas palabras:
- ¡ Qué lindo!
Un resplandor potente rebasó sus ojos y la cara caoba se rajó en una sonrisa que dejó en descubierto un carozo blanco, y se animó el desmañado cruce de sus manos sobre el vientre. Entonces de su boca escaparon estas palabras:
- … Y si viera mi cama. Mi cama es un jardín…
Pues que lo había dicho, no necesitaba ya ver su cama. En la espesa penumbra del rancho ocluso estaría reverberando de alguna sobrecama palpitante, de colores tan vivos que parecen entrar en movimiento, animarse a la existencia biológica.
He pensado después muchas veces en aquella frase espontánea. Si nos es menester una teoría sobre el sentido plástico y la concepción estética ingenua que se enuncia en esas colchas, ahí está toda entera en esa frase. Acaso ella alcanza a darnos una clave del enigma vital del arte. Pensad en que la tejedora campesina fabrica las colchas para introducir en el orden de la vida espiritual del hombre eso que aquella mujercita llamaba casi esotéricamente “jardín”. Por contraste con la parda y árida comarca donde la escuché, brotó como con fuerza de exorcismo, de conjuro mágico, de fiat. ¿Qué sabía ella de jardines si no era su angustia, si opresión del paisaje mezquino y anulante, su esencial necesidad de color y de forma? Puesto que Dios le negaba paisaje, el alma se lo hacía tan fastuoso que compensaba con exceso la falta.
Hay que considerar, pues, que esas colchas constituyen expresiones artísticas auténticas. Pueden alguna vez no interesar al gusto a la moda, al gusto burgués siempre tan indeciso y mudable. Pero la medida de su valor estético no puede ser el gusto contingente de quien sólo encuentra las colchas como producto de mercado, sino el gusto o sentimiento de quien las hace para su vida, desde su vida.
Fauna nunca vista, fantástica flora, triángulos, signos escalonados, reptiles misteriosos, soles y lunas y estrellas de cielos ignorados. Verdaderamente, la mano que conjura entre los cuatro palos del telar “el jardín” del alma, sabe de la magia de la creación divina.-
“Ensayo sobre la expresión popular artística en Santiago del Estero” – Compañía Impresora Argentina – Buenos Aires – 1.937 –
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