El Clima en Santiago del Estero

9/3/23

CANTARRANAS

 


CANTARRANAS fue un barrio de la ciudad. Lo menciono en pretérito, seguro de que gran parte de la población actual, lo desconoce por el nombre que le dió características inconfundibles a fines de siglo.

Desapareció con él, cediendo a los impulsos del progreso, un típico arrabal de Santiago. La vieja ciudad fué desprendiéndose poco a poco de sus cuadros ambientales, para estrenar vistosos y extraños ropajes, como obligado tributo a las imposiciones del tiempo. Mudó su atuendo, sin quererlo quizás; pero enamorada de su estirpe guardó en la arcaza donde su pasado, el recuerdo de una época, que caracterizó como ninguna otra, su auténtica fisonomía criolla.

El viejo barrio fué una prenda más que se arrumbó en el olvido. Habrá muchos, sin embargo, para quienes la evocación de su nombre sea el despertar de un largo sueño de inconstancia. Revivirá el recuerdo de pecaminosas aventuras, más gratas cuanto más lejanas; pero rememorará pasadas ilusiones que se esfumaron con la veleidad de su capricho; restañará profundas heridas de amargos desengaños; y como el toque del Angelus, sonará en los pechos para abrir el cofre de las afecciones más puras y de las más dulce reminiscencias.

TÍMIDO y humilde el barrio de Cantarranas se arrinconaba entre las vías del Central Córdoba y la avenida Moreno. Lo cerraba hacia abajo el blanco salitral del campo de Las Carreras, y entre éste y la cintura verdosa de las primeras quintas que daban al poniente, destacaba sus líneas renacentistas el chalet del Dr. Corvalán.

Le dieron fisonomía un antiguo cementerio, que ocupó el solar donde hoy muestra sus jardines la plaza San Martin, y vastas excavaciones siempre llenas de agua, vestigios de abandonados tabiques, en las que al caer la tarde los batracios atormentaban con Su incesante croar. Característica tan original fué captada por la fácil imaginación de nuestro pueblo, y lo que nació como ingeniosa humorada de algún noctámbulo divertido, terminó por imponerse como denominación de todo el barrio.

Su suelo salitroso fué hostil a los cultivos. Aisladas isletas de jumes y cachi yuyos surgían en aquella pampa de tierra floja y arenosa, y cuando entre ellas levantaba su redondeada copa un algarrobo o un tala, era la señal segura de que a su sombra se resguardaba la humilde casita de un morador criollo.

Hurafio e inhospito, albergaba, sin embargo, una población modesta, laboriosa y buena. Allí hundieron sus raíces los viejos troncos de algunas familias de tradición en nuestro me- dio, y en él encontraron las falanges de la guerra civil al soldado incansable, valeroso y digno.

Conservó hasta hace pocos años, en celosa custodia, los rasgos que le dieron nombre y ambiente; y si bien es cierto que los avances del progreso lo van transformando, no lo es menos que sobre los restos de su afanoso pasado conserva el ponderado empaque que le dió menta y fama.

EL antiguo cementerio se construyó en el 59 por suscripción pública. Fué el primer enterratorio secular y se conservó hasta el 87 en que se le dio el emplazamiento actual. Daba frente al naciente, y en el espacio que hoy ocupa la cancha del club Central Córdoba, se abría una amplia plaza que servía de refugio a las carretas y arrias de mulas que llegaban de las provincias andinas, cargadas de productos regionales.

La llegada de un convoy era motivo de justo regocijo. No ya sólo el animado trajín de los negociantes que se disputaban la adquisición de las primicias, sino también la novedad de los forasteros que entusiasmaban a los mozos del barrio con el halago de sus golosinas y el deleite de sus canciones en esas largas noches a cielo raso.

Los viejos vecinos recuerdan aún el espectáculo pintoresco de esas ferias y no se cansan de ponderar la variedad, exquisitez y baratura de sus productos. Un barrilito de aguardiente a un peso, el de vino a dos Ristras de ore- jones y de pasas. Quesos y Patay. Todo en abundancia y por muy poca plata,

Un convoy sucedía a otro y de esta suerte, la actividad comercial del barrio se mantenía en constante ritmo, provocando entusiasmo y vocación por este género de negocios. No fueron pocos los vecinos que encontraron en ellos un género de vida cómodo y provechoso; y esta situación de envidiable preeminencia se mantuvo hasta varios años después del 84, en que, como se sabe, llegó el primer ferrocarril a esta ciudad.

EN la esquina actual, formada por la calle Pedro León Gallo y la avenida Colón, a la derecha de la acequia pública se levantaba el cuartel de la guarnición local. Dos amplios salones, destinados a depósito de armas y asiento de la guardia, separados por un ancho zaguán, daban a la avenida.

Más al fondo, otras construcciones proporcionaban alojamiento a los je- fes y tropa. Se le llamaba "El Polvorín" y había sido construido en los primeros años del gobierno de Ibarra. De tipo colonial, su factura era de material cocido y tejas, estando rodeado por un amplio campo de adiestramiento que se extendía hacia el lado de arriba y al poniente.

Allí alojó Ibarra en el año 40 su famosa "División de los Libertadores". La componían setecientas plazas y era su jefe el coronel don Francisco Ibarra, hermano del gobernador. Bien equipada, estaba lista para oponerla a la coalición del Norte, que con Avellaneda en Tucumán, Solá en Salta, Alvarado en Jujuy, Cubas en Catamarca, Brizuela en La Rioja, Fragueira en Córdoba y Martín Herrera en Santiago, amenazaba seriamente el poder de Rosas y sus secuaces.

Pero ocurrió un o insólito Al mediodía del 24 de septiembre de aquel año, ruido de armas y voces de mando turbaron la calma secular del barrio. La división de los Libertadores se sublevó al grito de "Viva la patria", "Muera el tirano Ibarra". El comandante Rodríguez y los oficiales Herrera, Fulco y Roldán, fueron los je- fes visibles de los amotinados.

La noticia llegó a la casa del gobernador, ubicada en el solar donde hoy se levanta el teatro 25 de Mayo, en circunstancias que éste se encontraba a la mesa, acompañado de su ministro Dr. Gondra, el jefe de la División y algún otro familiar. De inmediato el coronel Ibarra, a todo galope y seguido del capitán Albornoz y un asistente se dirigió al cuartel, seguro de que su sola presencia bastaría para apaciguar a los revoltosos. En lugar de entrar por la amplia puerta de la guardia, lo hizo por los fondos que daban a la actual calle San Martín. La presencia del jefe, hombre de ponderado valor y reconocido coraje, produjo un momento de vacilación entre los sublevados, pero bien pronto se renovó el empuje y el coronel Ibarra caía mortalmente herido, por sus propios soldados, en el campo de su comando.

Si bien triunfó el levantamiento, la falta de decisión de sus jefes, dió tiempo a Ibarra para reunir gente y retomar el gobierno. Muy caro costó a los revoltosos el afán de su aventura. Ya en el poder, el gobernador castigo despiadadamente a los cabecillas, y los nombres de Herrera. Rodríguez, Unzaga, Libarona y otros, se inscribieron en las tablas de sangre de aquella época luctuosa.

En memoria de don Pancho Ibarra, que así llamaban al mártir de esa triste Jornada, se levantó una gran cruz de quebracho con leyenda alusiva la que se conservó hasta fines de siglo en el ángulo sur de la intersección de las actuales calles San Martín y Colón.

EN junio del 80 conmovió al barrio un suceso impresionante. Desde el amplio carril (hoy calle Pedro León Gallo), se divisaba hacia el centro una masa informe que avanzaba lentamente, mientras llegaban ecos de órdenes y ruidos de voces, casi apagados por los sones de músicas marciales.

Momentos después, una larga caravana pisaba los umbrales del barrio. Carros y más carros, cargados de hombres con disimulada sonrisa en los labios, marchaban pesadamente bajo la custodia de soldados del 9 de Línea; mientras muchos más, mujeres y niños, seguían a pie en apiñada columna, como piadoso séquito de una postrer despedida.

 ¿Qué sucedía? El gobierno de la provincia enviaba a Buenos Aires su contribución de hombres, para sostener a las autoridades nacionales amenazadas por la revolución de Tejedor.

La columna dobló frente al "Polvorín", siguiendo por la hoy avenida Colón hasta encontrar el camino real (calle Libertad) que la conduciría a San Pedro, la estación más próxima del entonces ferrocarril Córdoba a Tucumán. Sin otras alternativas que la incomodidad de los medios de locomoción, pues cada carro llevaba diez o doce personas, el convoy continuó su viaje siempre rodeado de hombres, mujeres y niños, que no se resignaban a separarse de sus seres queridos. Estos abnegados acompañantes, algunos a pie y otros a caballo, siguieron la caravana a más de cuatro o cinco leguas afuera, hasta que, agobiados de cansancio, volvían, uno a uno, pesarosos y tristes, con la amarga desazón de un empeño inútil.

Era gobernador de la provincia .en ese entonces don Pedro Gallo. El reclutamiento fué obligatorio y la medida causó profundo desagrado en la población. El dia de la partida todo el pueblo se volcó para despedir a los que marchaban; unos por cumplir un humano deber; otros, quizás los más, por curiosidad. El gobernador dirigía los preparativos del viaje montado en un hermoso caballo blanco. Las mujeres lo rodeaban y se prendían a las riendas, para suplicar anhelantes la libertad de sus familiares; pero aquél, impasible y con despiadada energía, repartía latigazos sin respetar sexo ni edad, lo que ahondó el descontento y exacerbó los ánimos,

En realidad de verdad, el reclutamiento del 80 no tuvo calor popular. Los hijos de Santiago, que habían contribuido con sus esfuerzos y su sangre para la organización definitiva de la República, no se hallaban ya con el ánimo dispuesto para arriesgarse en nuevas empresas políticas. Y mucho menos, en la que se pretendía embarcarlos, que al fin y al cabo respondía a intereses de grupo, discutibles como tales y ajenos a las preocupaciones de esta provincia. Faltaba igualmente, el estímulo de aquellos viejos caudillos, ya desaparecidos que se dejaban seguir al solo conjuro de sus nombres y que rubricaron en hazañas memorables, por todos los campos de la patria, el valor y corazón del soldado santiagueño. En tales condiciones, la nueva contribución de sangre que se impuso, tenía necesariamente que ser impopular e inoportuna.

Igual contingente partió el año 20 aunque esta vez por ferrocarril, desde la estación del Central Córdoba. En ambas ocasiones, los santiagueños llagaron a Buenos Aires cuando ya las hostilidades habían cesado. Más valía así. La leva se hizo sin ninguna selección, enrolando a la fuerza hombres de todas las edades, sin la menor noción del manejo de las armas. Carecían de instrucción militar, y mal alimentados y peor vestidos llegaron a destino en condiciones deplorables. En tal situación, habrían sido llevados a un sacrificio inútil, si la marcha de los acontecimientos no hubiese determinado un cambio de frente.

ME transporto en el recuerdo y contemplo, no sin cierta emoción, mi viejo barrio de Cantarranas de principios de siglo. El cementerio y la plaza de la feria habían desaparecido, y un espeso monte de jumes y cachi yuyos los cubrían por completo. El alto matorral adquiría formas fantásticas en la noche y desde aquella profunda oscuridad en la que a veces se engarzaba la parpadeante luz de alguna vela, puesta por manos cristianas como devoción a las ánimas- llegaban un rumor de fantasía y un hálito de superstición y de miedo.

Del "Polvorín" no quedaban más que el muro, cubierto totalmente por la maleza. Los niños llegábamos algunas veces, hasta aquellas ruinas y nos entreteníamos en separar uno por uno sus viejos ladrillos, profanando aquel solar que fué testigo mudo de un largo proceso de nuestra historia provinciana.

Las excavaciones, llamadas lagunas por los vecinos, quizás por semejanza, que en otros tiempos fueron famosas y dieron fisonomía y nombre al barrio, Iban cegándose poco a poco. La más grande ocupaba el tramo de la calle Santa Fe, entre Sarmiento y San Martin, extendiéndose hasta más de la mitad de las manzanas colindantes. Había otra sobre San Martin, frente a la plaza del mismo nombre y una tercera en San Luis, entre Sarmiento y aquélla.

En época de lluvia se unían, formando una sola masa de agua entre las avenidas Moreno y Colón, haciendo difícil el tránsito y fomentando la aparición de sapos y ranas que mantenían la sonora tradición del barrio. Pasadas las lluvias, comenzaba la afloración del salitre, mientras la tierra firme se volvía negra, en partes retinta, por obra de su descomposición. Bien pronto, el viento se encargaba de esparcir en densos nubarrones aquel polvo areno-salitroso, poniendo a prueba la resistencia y constancia de sus moradores.

Predominaban los baldíos y las casas llamadas de parapeto eran muy pocas. Las habitaciones consistían, en su mayoría, en piezas de media agua, construidas con material cocido y muchos ranchos diseminados sin responder a un ordenamiento edilicio. Los únicos edificios de importancia que se levantaban, eran la escuela Zorrilla y la estación del Central Córdoba.

Las pobladores del barrio eran gente sencilla y de trabajo Conservaban las costumbres del patriarcado criollo y preferían el trabajo independiente de la artesanía a las otras formas de contratación laboral. Se desempeñaban en sus propias casas y eran maestros consumados en sus respectivos oficios.

Las mujeres fueron hábiles en las labores domésticas y renombradas en el amasijo. No será fácil olvidar las empanadas de doña Ermilia, los chipacos de doña Segunda, los panes y Toscas de doña Transito.

Más tarde, las principales tiendas de la ciudad implantaron el sistema de la costura de confección, lo que hizo desviar la vocación de las más Jóvenes hacia esa nueva forma de trabajo, alentadas con la perspectiva de medio de vida más cómodo y de mayor distinción.

Habla muy pocos negocios. La panadería de doña Manuela y don Ma-to, ubicada en Pedro León Gallo y Santa Fe, gozaba de celebrada fama por sus riquísimos blacochus, Instalados frente a frente, en la antigua quina de Sarmiento y Santa Fe, estaban los dos únicos almacenes que proveían de artículos alimenticios y que pertenecieron a don Victorio Terrera y a un español conocido por el Rose de Prolo.

El vecindario se proveía de agua para beber en la bomba del ferrocarril, utilizando para otros menesteres la salobre de los pozos de balde, que se habilitaban en cada casa con muy poco esfuerzo, pues el agua se encontraba a menos de dos metros. El baño se hacía en la acequia de la avenida. Colón. Los espesas jumes que la bordeaban servían de natural reparo, pues como no se usaban mallas, había que buscar la forma de resguardarse de las miradas furtivas. Los hombres lo hacían en lugar aparte. Sólo los niños tenían el privilegio de frecuentar uno y otro bando. Está demás decir que el baño era función de verano ya que en invierno, eran muchas las dificultades que se oponían para practicarlo con frecuencia,

A vida se desenvolvía tranquila y sin 'alternativas dignas de mención. Las horas del dia se controlaban al son de la campanita de la escuela Zorrilla, y en la noche las campanas del reloj del cabildo se dejaban oír impresionantes en aquel profundo silencio.

Fuera de alguno que otro acontecimiento familiar que congregaba a los más allegados, el motivo principal de reunión lo constituían las celebraciones religiosas. Las familias principales tenían siempre alguna imagen que concitaba la devoción del vecindario. El dia de la festividad se reunían para acompañar al santo y velarlo durante la noche, entre rezos y cánticos. La ocasión era, además, propicia para estrechar amistades, extendiéndose en amenas conversaciones sobre temas intrascendentes, matizadas de vez en cuando, con dimes y diretes sobre la vida y andanzas de algún indefenso mortal. Los dueños de casa se esmeraban por dar al acto la solemnidad debida y los vecinos se hacían presentes con ofrendas de velas, sin faltar tampoco, los que cumpliendo una promesa se prestaban para ayudar a servir café, caña o masitas a la concurrencia.

Fue muy nombrado el velorio del Amo Jesús, que tenía lugar la noche del miércoles santo en casa de los Miranda. El calvario se armaba con cañas y ramas de árboles en un rincón de la amplia habitación que daba a la calle Pedro León Gallo. Entre Flores y gajos de albahaca, emergía la imagen del Nazareno con la Dolorosa a su lado, mientras a sus ples, ardía toda la noche un enjambre de velas.

Se rezaba hasta el amanecer, alternando con cánticos religiosos que se acompañaban con flauta, clarinete y trombón. Las niñas hacían gala de sus condiciones artísticas y los músicos Acosta, Herrera, Nolasquito y el negro Chagaray confirmaban su bien ganada fama de ejecutantes sacros.

El nacimiento del niño Dios se realizaba en casa de la familia Ludueña que vivía en la misma calle Pedro León Gallo casi esquina avenida Colón. El motivo de la recordación era distinto y por consiguiente la celebración tenía otro carácter. Pasado el oficio religioso, comenzaba el baile que se prolongaba hasta el amanecer. La calidad del padrino garantizaba la esplendidez de la fiesta, pues por fuerza de la costumbre debía ser su principal mantenedor.

Merecen igual recordación, el velatorio de la Virgen del Valle en casa de la familia Carabajal, el de San Gil en lo de Leiva, y el de la Virgen de las Mercedes en casa de los Coronel.

Como no podía ser menos, también el barrio tuvo sus políticos y sus vecinos fueron entusiastas y apasionados en las luchas cívicas.

Allí vivieron los hermanos Salvatierra, de reconocido coraje y decisión, elementos incondicionales de don Pedro García, con quienes éste armaba sus revoluciones, que pusieron en jaque, más de una vez, a varios gobernadores. Lo recuerdo también a don. Nicanor Salvatierra. Era alto, morocho y de porte distinguido. Vivía en una lujosa casa de la calle Pedro León Gallo y avenida Moreno y se le veía salir en un magnífico coche tirado por dos hermosos troncos, concitando la admiración de chicos y grandes. Fué una figura prominente de la política santiagueña y llegó a ocupar altas posiciones públicas. Tuvo sobrados motivos para vincular su nombre al barrio y es así, como por pasión o por afecto, amigos y adversarios le llamaban "el Conde Cantarranas".

Sólo conocí de vista a don Nicanor y no tuve oportunidad de tratarlo. En cambio supe apreciar desde bien niño a otro caudillo del barrio, más modesto, pero de un gran corazón. Lo nombro a don Crescencio Carabajal. Fué el prototipo del santiagueño auténtico. Sencillo, afectuoso, desinteresado y valiente. De él podemos decir que fué guapo, en el doble sentido que tiene esta palabra en castellano culto y en la jerga popular. Caso curioso, le conocí militando siempre en la oposición. Las reuniones en su casa, el día del comicio, congregaban a todo el barrio y allí calamos hasta los niños, seguros de que habría empanadas para todos. Pero nuestra presencia no se reducía a ello solamente, Don Crescencio sabía ocuparnos en algo y recuerdo que cuando nos confiaba la búsqueda de los electores en el padrón para indicarles la ubicación de las mesas, nos sentíamos importantes, orgullosos de saber leer y confiados de que retribuíamos ampliamente la generosidad del dueño de casa.

DESPUES de ésta, para mí grata evocación del barrio Cantarranas de mis primeros años, no podría decir con el poeta, que todo está como era entonces. El progreso en su marcha implacable fué transformando intensiblemente el viejo barrio. Las gestiones da la Asociación Pro Fomento y Cultura del Barrio Oeste, cuyo edificio social se levanta en el mismo solar que ocupaba una de las tantas lagunas que le dieron nombre, tuvieron la virtud de concitar la acción del vecindario y llamar la atención de las autoridades, para culminar en el año 1928 con la instalación de las cañerías distribuidoras de aguas corrientes y la construcción de la plaza San Martín. Ello abrió una ruta amplia al impulso vecinal, cada día que pasa, una nueva iniciativa acre- dita al acervo emprendedor de sus moradores, dando al barrio una fisonomía a tono con las exigencias de los tiempos que corren.

El barrio de Cantarranas está cambiado y hasta su nombre tradicional tiende a desaparecer para ser sustituido por el de un rumbo geográfico o el de una vía de ferrocarril.

No importa, es la ley fatal del progreso; pero si es verdad que el adulto se halla en el niño que fué, como el fruto que guarda en lo más recóndito el aroma de la flor que lo forjó en su seno, así seguirá Cantarranas siendo para muchos aquel barrio inolvidable, adentrado en el corazón por el afecto y vivo en la imaginación por su ambiente, sus costumbres y sus hijos.

Número del Cincuentenario * EL LIBERAL * 1898 - 3 de Noviembre

 

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