El Clima en Santiago del Estero

22/12/22

Soconcho (1)

 

El Fuerte Medellín es la localidad más antigua de la Argentina. Fue fundada en mayo de 1544 por Francisco de Mendoza en un lugar entre Salavina y Soconcho.



Esta pequeña historia comienza en la noche de los tiempos. Esta pequeña historia es unahistoria cuatrisecular. Arranca de la época del descubrimiento de la provincia del Tucumán, de cuando aquel puñado de hombres blancos al mando del Capitán D. Diego de Rojas hiciera su entrada a este suelo virgen, en los confines del cansancio y del sufrimiento, en busca de un camino para el mar. Y no pudiendo seguir, fundaron un real en 1543 después de la muerte trágica del jefe de la expedición, real que se consumió en las llamas de un incendio.

Así comienza la historia de Soconcho, la zona donde se detiene la planta audaz del español, donde los indios que la habitan se defienden y matan a D. Diego de Rojas, donde se levanta el real de Medellín la primera ciudad fundada en territorio argentino. Así, trágicamente, comienza la historia de Soconcho cuyo nombre, por extraña paradoja, significa: bosque de la miel.

Soconcho sería, en efecto, un inmenso bosque. En este bosque, de árboles milenarios, habría mucha miel. Y cerca de es- te bosque correría el río Dulce, que entonces se llamaba río de Soconcho, y este río desbordaría en épocas de crecidas, y las tierras llenaríanse de limo gordo y húmedo, y en ellas sembrarían los indios que la habitaban el maíz que los españoles encontraron a su llegada.

Fué, precisamente, este maíz ("que estaba en berza") y el anchuroso pantano formado por las aguas, unidos a la fatiga y al largo padecer, los que detuvieron en Soconcho a D. Diego y a sus hombres. Y por Soconcho pelearon indios y españoles, hasta que muerto Rojas e incendiado el real o ciudad de Medellín, después de descubrir lo que se llamó Córdoba y el Paraná y de regresar a Soconcho, lo abandonan definitivamente en 1545.

Tres años han transcurrido, pero en ese corto lapso cuántas visicitudes, cuánta tragedia!. Rojas muerto en medio de horribles convulsiones por una flecha envenenada; Catalina de Enciso, calumniada de haber dado un brebaje a Diego de Rojas para causarle la muerte, llorando enloquecida y maldiciendo a los autores de la infamia; Francisco de Mendoza, muriendo asesinado por el soldado Diego de Alvarez; Felipe Gutiérrez, apresado por García de Almadén, sufriendo la pena de garrote a manos del gobernador D. Pedro de Puelles; Nicolás de Heredia, el tercer Capitán de la expedición de D. Diego, muriendo asimismo en el garrote después de la batalla de Pocona por orden de Carvajal. Todos ellos descubrieron la región santiagueña de Soconcho. Todos ellos sintieron el embrujo trágico de esa tierra sepultada bajo el bosque, defendida por los elementos naturales y los indios. Todos ellos sufrieron hambre, sed y pestes, sintieron desavenencias, odios y rencores, marcharon meses y meses entre desiertos, salitrales o inmensos campos anegados, donde no se veía un árbol, ni una sombra, o entre los riscos de las sierras, sin abrigo para el frío, o atravesando ríos y torrenteras, acosados siempre por los indios que hacíanles dura la jornada! Todos ellos sucumbieron después de cobijar la pasión sangrienta, de sentir en carne propia ia infamia y la crueldad, de escuchar en las noches del campamento ayes lastimeros que horadaban el silencio, de ver lanzas, flechas y dagas sepultadas en las carnes y de contemplar las heridas tumefactas y los miembros corroídos por la podre. Toda esta historia es la génesis de Soconcho. Ahí nacen la locura y los raptos de furor. Es la primera piedra del descubrimiento y de la conquista y ella se asienta en el barro de la perfidia, de la traición, del dolor y de la sangre!.

En esa vasta zona formóse con el tiempo un pueblo de in- dios, encomendado a la hija del Capitán Julián Sedeño, del que fuera desposeída en 1565 por D. Francisco de Aguirre. En 1578 acampa en Soconcho el Gobernador Gonzalo de Abreu y el Capitán Tristán de Tejeda, camino del descubrimiento de Trapalanda. El 20 de Febrero de 1585 el Licenciado Ruano de Téllez, Fiscal de la Audiencia de Charcas, dirige una carta a Su Magestad el Rey tratando asuntos de los repartimientos de Soconcho y Manogasta.

En 1586 el Gobernador D. Juan Ramírez de Velasco hace una petición al Cabildo, tocante al pago de sus salarios y al uso de las encomiendas de Soconcho y Manogasta.

En 5 de Septiembre de 1587 D. Juan Rodríguez declara que vió algunos indios comarcanos en servidumbre de los pueblos de Soconcho y Manogasta.

Más adelante, en 10 de Enero de 1590 el Cabildo de Santiago del Estero envía al Consejo de Indias una carta suplicando Se confirme a D. Juan Ramírez de Velasco en el repartimiento de Soconcho y Manogasta que le dió la Audiencia de Charcas por sus trabajos de pacificación, lo que permitió poder transitar por aquellas provincias sin riesgo alguno.

Y al finalizar el siglo XVI, y fechada en Madrid en 16 de Marzo de 1594, aparece una Real Cédula en que se piden informes sobre lo manifestado por el cacique Andrés de los pueblos de Scconcho y Manogasta de que los Gobernadores sacan de aquella provincia indios para esclavos.

A modo de paréntesis corresponde anotar, ahora la verdadera ubicación de Soconcho, que en la época prehispánica no era más que una vasta zona a orillas del Río Dulce, entre Atamisqui y Salavina, rebasando a veces estos puntos por el N.E. y S. E. Según la carta de Martín de Moussy, Soconcho ya es una población que se marca en el plano, al S. E. de la Villa de Atamisqui y al N. de la Villa de Salavina. Y en el croquis de Serrano, estaría sobre el Dulce al S. E. de Pitambalá y al N.O. de Sabagasta.

Una mañana de Octubre yo he salido de Atamisqui. Aún dormía la Villa. He cruzado sus anchas calles, he pasado por la represa con su claro espejo de agua que reflejaba el cielo, he seguido hacia el S.E. por una amplia vía que desemboca en el campo y atravesando cañadas, cercos, árboles dormidos, cactus, tierras lanas, huellas entre pastizales mojados, he visto en las cercanías de Juanillo, en la curva, entre altas barrancas, el río, con un hilo de agua, y he sentido al asomarme al lecho profundo, el hedor de los peces putrefactos, amontonados en un recodo. La mañana es fresca. El aire limpio, claro, sutil.

He continuado el viaje. He andado ya tres leguas y he de andar una legua más. El campo ha sido lavado por la lluvia. Por sobre los cercos miro la sembradura y en partes el trigo verde limón. De una cocinita se escapa un humo azul y veo moverse despaciosamente, en el patio limpio, a la gente sencilla, jugar a algún niño, mientras las camas aún ostentan la blancura de las sábanas y el rojo de los cobertores, destendidas, amplias, frescas aún en la mañana sin sol. Pero ya asoma éste. En un recodo, tras la desmadejada copa de un chañar, he visto salir la enorme magestad del disco rojo del sol y, en la umbría del camino, la majada blanca y, en las lucientes hojas de las bardas, unas gemas cristalinas, mientras he ido recordando la historia vetusta de Juanillo, donde llegaba la posta de Salavina, camino de Santiago, de Taco Pozo, de Piruas, (donde he de llegar pronto para atravesar el río) de Tío Alto, de Tolosa, y otros poblachos que rodean a Soconcho.

He de dejar la ancha vía para internarme en la sombrosa sinuosidad de un atajo, flanqueado de altos árboles. He de seguir, respirando la frescura de las hierbas del campo humedecido, por este camino, hasta la escuela, una pequeña, una humilde casa de barro, de color térreo, como el del suelo en que se enclava y, después de beber un pocillo de café, de conversar con el maestro gentil y su esposa, maestra también, y he de contemplar el bello espectáculo del silencio dorado por el sol y de los árboles quietos, como en un éxtasis, he ido hasta el lugar donde se levantaba la capilla de Juanillo. Nada queda de ella. Allí se conservaban los viejos retablos e imágenes de la vetusta capilla de Soconcho. En su lugar apenas he podido ver un montículo de tierra, y un pequeño cementerio en torno, y cactus, montecillos, y senderos, y, encima, un cielo profundo, distante como el tiempo en que arranca esta historia. El río llevó la capilla. De ella solo queda, la campana, que yo guardo en el Museo y que dice: "María, 1688".

He quedado pensativo ante este suceso trascendente que se repite con inexorable exactitud: todo se pierde entre el polvo de los años como si nada hubiese existido. No queda ni un vestigio del pasado, ni una sombra de lo que fué. Y sin embargo, cuánta vida hubo, y cuánta fe y que de hechos magníficos se produjeron, bajo ese mismo cielo, en ese mismo lugar.

He sentido una profunda, una amarga tristeza. He sentido como si la voz de la historia me reprobara esta cruel indiferencia que borra los recuerdos o los sepulta bajo el ímpetu de los elementos desatados por la furia de Dios. Y luego, me he puesto a recordar viejos documentos que han podido ser salvados y en ellos algunas noticias referentes a Soconcho.

A principios del año 1600 aparece un oficio "de la entrada en las caxas reales así de los tributos de Soconcho Manogasta  y Anga... "Eran los antiguos pueblos indígenas tributarios directos de la Real Corona, y debieron ser muy importantes para ser de su pertenencia, aunque el Gobernador Ramírez de Velasco, por propio interés, en su probanza de fines del siglo XVI, aseguraba que dichos pueblos sólo tenían 150 indios tributarios "e que no había ni oro ni plata".

En 1635 era cacique principal de Soconcho D. Juan Anauqui. Este D. Juan, llamado como los españoles con el "don" que caracterizaba a los personajes de la época, era un indio. Debió ser muy principal y el grupo de súbditos muy importante para que mereciera tal calificativo. Y se desempeñaría atendiendo las necesidades del pueblo, bajo las órdenes de su encomendero D. Juan Bravo. Posteriormente, en 1636, D. Diego de Leguizamo era administrador de estas tierras. Más en adelante, en 1685, aparece el Licenciado D. Juan Díaz Cavallero como cura y vicario de Soconcho, contibuyendo esta población con sus tributos a la fundación del Seminario.

He interrumpido mi coloquio al borde mismo del río don- de he llegado. Las barrancas son altas. Un hilo de agua se des- liza por el lecho sinuoso, blanco, de arena. He de cruzarlo para llegar a la otra banda por un vado. La vista contempla los árboles que emergen de la barranca, la sombra azulosa que proyectan, las rajas y quiebras de las márgenes donde asoman algunas raíces poderosas. Y oigo que me dicen de crecientes que desbordan estas altas barrancas y de campos que se anegan y de daños que produce el agua despeñada. Y no quiero creer al contemplar el sequedal en torno.

He vadeado el río, bajando y subiendo el paso. Y me inter- no en una pampa salitrosa, después de cruzar un bosquecillo que forma un túnel de hojas verdes al caminante, después de andar por una senda angosta y sinuosa, flanqueada por un muro ver- de obscuro de jumis, de dejar atrás tunales y árboles secos, y de pasar entre unos cercos rebozantes de trigo.

Ya ando por donde andubo la historia. Estos son sus campos, este inmenso bajío, blanco salinoso, arizado de cactus, don- de el sol reverbera sostenidamente; este desolado lugar sin sombras; esta vasta planicie sin pájaros, abandonada, donde algunos parvos arbustillos se retuercen de sed para morir ahoga- dos en épocas de las crecidas periódicas, de esas crecidas que atajaron durante el descubrimiento el paso del español y que forman un inmenso mar de aguas salinosas, donde se copia el cielo profundo. Estos son los campos de Soconcho. Y mientras los recorro, camino del lugar donde levantábase la vieja capilla, he sentido dentro de mi un gran vacío, una gran congoja, una gran pesadumbre. ¿A dónde he de poner los ojos que me distraigan de esta zozobra, de esta desesperanza? Me he puesto a recordar libros y documentos del siglo XVIII. Uno de ellos, el "Catalogo Histórico de los Virreyes, Gobernadores y Capitanes Generales del Perú con los sucefos más principales de fus tiempos // Descripción del Obispado del Tucumán", atribuído a Cosme Bueno, dice que el curato de Soconcho tiene cuatro capillas. Era a la fecha de dicho libro, 1764, cura y vicario de esta zona el Mtre. Licenciado D. Pedro Ibáñez, que actúa en 1718 en el mismo lugar. Recuerdo también que en 21 de Marzo de 1737 Soconcho por orden del Cabildo debe levantar altares para celebrar dignamente la fiesta de Corpus.

En 1744, el presbítero D. Juan de Salvatierra y Frías se des- empeña como cura y vicario del partido de Soconcho desde 1739 en que tenía 21 años.

En 1745 el Cabildo conmina a D. Juan Angel Pérez de Asiain a pagar una deuda por los tributos de los indios de Soconcho, prohibiéndosele hacerse presente en todo acto público.

Y en 1799, al filo del siglo XIX, en que de nuevo aparece So- concho por un remate de díezmos.

He sentido un fuerte ardor a los ojos mirando esta llanura blanca de sal.

Luego, desviándome de la ruta he tomado por un atajo para llegar al lugar donde estaba la capilla. Es un breñal a don- de llego y donde hay una pequeña abra y en esta pequeña abra un pequeño túmulo de tierra y en él restos de tejas, un menudo polvo rojizo que se ha escurrido lejanamente con el agua y nada más.

He de proseguir la marcha hasta el confín de unos árboles distantes que he visto, allá en el horizonte, y cuando he llegado, entre algarrobos vetustos, secos y retorcidos, he visto algunas especies coronadas por un follaje verde, limpio, lavado, y un cerco que amuralla de postes y alambrados la estancia de D. Victorio Fernández, y luego la casa, y una represa, y el suelo lampiño, giboso en las proximidades. Hay que ir todavía más allá, una legua larga, para llegar al cementerio de Soconcho: tierra enmarcados por una caja de madera, semejando un féretro, pintada de negro con guarniciones de color blanco, y cruces vencidas en los testeros de las tumbas y en medio, frente al portillo de entrada, una gran cruz de quebracho, y en torno, a modo de camino circular un espacio limpio, plano, bien cui dado. En presencia de este pequeño cementerio, ante estos sepulcros negros, con sus cruces torcidas en medio del monte taciturno con grandes árboles resecos, he imaginado las noches lóbregas llenas de silencio, sacudidas por el escalofriante rechinar de las ramas que se quiebran o por el suspiro del viento o por el silbido de las aves nocturnas. Aquí, levantábase otra capilla, pero de ella nada queda. El bañado de Huaico Hondo ha barrido con todo. Sólo una virgencita de las Mercedes y un San Antonio, que obran en poder de una curandera llamada la Marga Milla recuerda las épocas florecientes de Soconcho, cuando el trigo y el maíz colmaban los cercos, y una población numerosa vivía feliz con las majadas, y los bosques eran vírgenes. Pero el nuevo ferrocarril, cuya estación más próxima es Medellín, a 4 leguas de distancia, despobló la inmensa zona.

La sequía y las inundaciones hicieron el resto.

No he podido visitar a D. José del Carmen Lescano, un viejo amigo y poblador de la zona, que tiene un pequeño almacén a dos kilómetros de este bañado de Huaico Hondo. Pero he visto de lejos su casita blanca, de adobe, con su techo de torta y los aleros del corredor a uno y otro lado, suavemente combados por los años, y en el patio el pozo, y más allá el corral, y le he recordado con su tez tostada por el sol y los espejuelos sobre la nariz en gancho.

Y corriendo raudamente a través de esa yerma planicie, como corre el tiempo, he recordado al Mtre. D. Felipe Hernández y su carta dirigida al Cabildo de Santiago en 1803 en que explicaba la forma como los indios elegían sus alcaldes". Tres o cuatro días antes del año nuebo plantan sus noques de chicha y empiezan a tomar; vísperas de la noche amanecen bebiendo (atienda V. S. qué preparación para el acierto); por la mañana presentan en la iglesia en la misa parroquiail ante el cura a sus electos, y como el cura conoce a todos, re. para que los electos son unos ladrones, borrachos, perdularios, procura con suavidad, en su idioma, agravarles la conciencia a esplicarles las condiciones que debe tener el indio para semejante empleo en que pende el zelo de la honrra de Dios en el Pueblo, un sujeto eficaz para asegurar el cobro de los reales tributos sugetando a sus indios; entonces ceden y dicen cùra que proponga a quien le parezca... "Me he puesto a pensar en este hombre, cuyas son las palabras que he reproducido. D. Felipe Hernández era cura de Atamisqui cuando en 22 de Junio de 1813, D. Joseph Martínez Castellanos levantó una información en Soconcho, probando en ella su patriotismo. Había sido Diputado en la Junta de las Temporalidades, Subdelegado Conjuez y Theólogo por su propietario Dr. Martín López de Ve- lasco y, durante la revolución de Mayo, con el Juez de Padrones y elector en el Partido de Soconcho, D. Francisco Ramón de Ibarra, levantó las listas de subscripción para el Ejército Libertador.

Luego, mientras construía la tercera o cuarta capilla de So- concho llegó la noticia del triunfo de Tucumán y, después, la de la acción de Salta, y el cura D. Felipe, echaría a vuelo las campanas, y ordenaría luminarias y festejos.

En 6 de Mayo de 1815 firmó una nota dirigida a Alvarez Thomas solicitando la autonomía de Santiago del Estero. No obstante, y acaso por los insobornables atributos de su personalidad, la infamia pretendió manchar su clara y limpia trayecto- ria pública al servicio de la revolución y protesta con fecha 28 de Octubre de 1816 ante el Teniente de Gobernador D. Gabino Ibáñez contra los que le habían denunciado de acoger a los enemigos del Estado.

Y mientras tanto he visto pasar leguas y leguas de tierras cubiertas de un sarro salinoso, cardones inmóviles y entristecidos, troncos derribados con la costra deshecha por la acción de tiempo, matas verdinegras como manchas, algún arbolillo, algún pájaro y por encima, la extensión infinita, fija, alucinan- to del cielo. Y han ido pasando en mi memoria los sucesos y los años de esta historia y al llegar al año 1824 he recordado a D. Dionisio de Ibarra y Grillo. Aquí nació D. Dionisio, guerrero de la Independencia y caudillo, uno de los sostenes del Gobernador D. Juan Felipe Ibarra. Un día de Diciembre de aquel año de 1824 D. Dionisio fué invitado a un banquete que los políticos de Santiago le ofrecían en su honor. Llegado al lugar y hora convenidos se encontró con una larga mesa, y en ella un ataud y cuatro altos candelabros con velas encendidas. Y al decirle que ése era el banquete que le tenían preparado, le degollaron.

Durante muchos años Soconcho  fué un reducto militar de importancia. Allí vivió el Capitán D. José Manuel Lugones, uno de los Jefes de la 3ª División de Milicias de Soconcho, con desracho de Capitán firmado por el Genera! D. Manuel Belgrano en 9 de Junio de 1817, condecorado por el mismo por haber contribuído a la pacificación de Santiago y que luego en "Los Coroneles" es destacado para proveer de bueyes, picadores, milicianos, carne y caballos para el Ejército Nacional que regresa a Buenos Aires.

Allá hicieron sus primeras armas el alférez Manuel Ponce, los tenientes Mariano Morales, Pedro de Yslas,

Manuel Gregorio Jiménez de Paz y Simón de Ibarra. Allá se establecieron algunos hacendados y se anudó de hechos menudos, deleznables, curiosos, terroríficos, risueños o vanos la larga, la profunda historia de Soconcho.

Hasta que, por fin, todo quedó arrasado. La carne viva de la tierra quedó expuesta al sol. Habíase dado comienzo a la tala de los bosques. Había comenzado la era industrial para la zona. Y los animales de la selva se ahuyentaron, los hombres fueron explotados, el pasto nunca más nació, secóse la tierra, libremente aventada por los aires calientes del verano inhóspito o los fríos del invierno, y la historia de Soconcho pareció comen- zar recién, como si el pasado no hubiese existido o no existiesen memoria de él.

(1)-Según el Padrón de indios levantado el 10 de noviembre de 1786, So- concho estaba a 8 leguas al S. E. de Pitambalá y a 1 legua al N. O.de Umaj.

 

Fuente: Libro: Viejos Pueblos, Orestes Di Lullo


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