La Capilla Nuestra Señora del Rosario, en Sotelo, Santiago del Estero. Clarín |
Un paseo muy singular para tener en cuenta desde Termas de Río Hondo, aunque pocos lo hagan, es al pueblo de Sotelo y su antigua iglesia de adobe levantada en medio de un cementerio. Como el camino no está señalizado y hay que meterse realmente campo adentro por un camino de ripio (en buen estado), lo ideal es contratar un guía en la Oficina de Turismo municipal.
A los costados de la RP 93
todo es pasto bajo y algarrobos solitarios que sobresalen en la planicie. Cada
tanto aparecen casas desperdigadas –puede haber kilómetros entre una y otra– que desde hace un tiempo ya
no son de adobe: ésta es la única manera de erradicar la vinchuca. De todas
formas se pasa por una ladrillera donde se fabrican ladrillos de adobe, un
material todavía muy usado en la zona.
Todas las casas son
perfectamente rectangulares, sin mucha gracia, y alrededor tienen estacionados
caballos y camionetas viejísimas. Los tendales son alambres entre un árbol y
otro, y de ellos cuelgan, entre la ropa, las vísceras de los cabritos recién
carneados con las que se prepara la chanfaina para acompañar las comidas. Cada
tanto aparece alguna plantación de tuna o de maíz. Y antes que iglesias
católicas, lo que se ve al borde de la ruta son iglesias evangélicas. Muchos se
pasan las tardes tejiendo cestas con paja brava. Como don Brígido Cajal, un
anciano tejedor con la cara ajada por el sol y la sequedad, que transcurre las
tardes a la sombra de un algarrobo, ejerciendo su oficio con su esposa, ambos
sentados junto a un sulky abandonado y un horno de barro con forma de iglú.
Ya en el pueblo de Sotelo –santiagueño hasta la médula,
donde se juega a la taba, se organizan riñas de gallos y se baila chacarera
sobre suelo de tierra– se
puede ir a la casa de Isidro Juárez para pedirle las llaves de la iglesia. A un
costado de su casa hay un fragmento de camino abandonado por donde pasaban las
carretas rumbo al Alto Perú.
Un angosto camino de 600
metros que nace en la ruta, conduce hasta el cementerio. Su perímetro
rectangular está demarcado por una cerca a medio caer, cuyos postes son viejas
cruces de madera carcomida pertenecientes a las tumbas abandonadas.
Entre los sepulcros
invadidos por la maleza se descubren algunos bastante suntuosos, hechos con
mármol de Carrara. Hay tumbas del 1800 y el guía cuenta que la ritualidad
mortuoria tiene sus singularidades en este cementerio perdido en medio de la
nada. Por un lado, las tumbas suelen tener vasitos de agua para que los muertos
no sufran sed en el ardiente verano santiagueño. Y hay que andar con cuidado, porque
en los nichos suele haber panales de abejas.
La gran fiesta anual del
cementerio dura dos días y se realiza entre el 1º y el 2 de noviembre –días de los Todos Santos y
de los Muertos, respectivamente–,
cuando se colocan en las tumbas coloridos ornatos de flores. Para la ocasión se
instalan puestitos de comida alrededor del perímetro del cementerio, y Sotelo
se reúne a conmemorar sus muertos con música toda la noche. El ambiente es como
el de una feria y se prenden miles de velas. Incluso se baila, siempre del lado
de afuera de la cerca. Pero lo más curioso del cementerio es su iglesia, justo
en el centro, que no tiene explicación conocida. Se supone que en realidad
primero surgió la iglesia, y luego se instalaron las tumbas.
Las paredes de adobe de la
iglesia, recubiertas con cemento, tienen un grosor de 80 centímetros y
sostienen un techo de caña hueca trenzada con tientos, atravesado por vigas de
quebracho colorado. Sus postes son los originales de hace dos siglos. Entre las
singularidades, hay una puerta de madera sin bisagra empotrada en la pared, un
piso de baldosones de barro cocido y una imagen de terracota de Nuestra Señora
del Rosario. Una vez por mes se acerca un párroco a dar misa.
La iglesia está alejada y le
da la espalda al pueblo de Sotelo, ya que fue levantada por los franciscanos
frente a un poblado diaguita que existía junto al río. Se calcula que el
edificio tiene, como mínimo, 250 años. Y en sus alrededores viven personas
ensimismadas en un complejo mundo bastante al margen de toda globalización –el quechua se hablaba aquí
hasta hace unos años– y
donde la idea del porteñismo equivale a una abismal lejanía tanto física como
cultural, que lleva a preguntarse sobre la curiosa laxitud de la palabra
argentino.
Fuente: Página 12
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