El Clima en Santiago del Estero

30/3/24

La semana santa en Santiago

Por Orestes Di Lullo 


Santiago del Estero ¡Semana Santa! Los viejos barrios parroquiales en torno a La Merced y a Santo Domingo se llenan de trajines. Hay como un anticipo gozoso de la Pascua en la cara de los niños, en el aire fresco de sol de otoño, en el revuelo de las palomas que se ciernen entre las torres o pasean orondas por los terrados, en los cornisales y salientes del templo. Las calles dormidas reciben en estos días la visita de fieles: mozas morenas con sus velos claros, ancianas devotas de manta o mantilla, hombres, niños, racimos humanos de las cofradías con sus estandartes, sus cánticos y rezos, algún canónigo, uno que otro viejito con ceño arrugado, canoso.

Pasan los días y el gentío acrece. Las canes del silencio, despiertan de rumores. Las piedras resuenan de pisadas y parecen gozarse en su profanación. El alboroto es intenso. Las casitas coloniales, mordidas de salitre, con la cal desconchada de los soportales y cornisas, parecen escuchar el eco de las multitudes que los siglos sepultaron ya, y hay en ellas como un recuerdo de gracia juvenil en las rodelas de sol que dejan pasar los follajes amarillentos, o en las anchas sombras de sus zaguanes pulcros, o en las flores de sus patios con cuadros de luz, o acaso en las ventanas con rejas de sus aposentos, que hoy, en la Semana Santa, se desgonzan para llenarse del hálito cargado de incienso.

En estos días de misterios, júbilos y congojas el aire tiene vahos de flores de abril y de viejas memorias. Las tapias roídas guardan los huecos sigilosos, pero sobre sus crestas asoman sus cabezas los árboles, algunos florecidos como el yuchán, y parecen mirar absortos el trajín de las calles. Semana de atrios, de tañidos de campanas, de sones de órganos y coros; de mañanas jubilosas y de atardeceres amortiguados que se estremecen del sobresalto de alguna ráfaga fría. Las campanas tienen un dulce son. A ratos, lentamente, percute el aire quieto el sonido grave de la campana mayor que, en la única torre del convento recibe un postrero rayo de sol, todavía con violencias estivales.

Estos muros de Santo Domingo, de rojez desteñida de ladrillo, con las tapias aledañas que se hinchan y revientan bajo la cal un polvo de siena impalpable, contrastan con los de La Merced, la vieja iglesia de Ibarra, de revoques adustos. Pero ambas resumen una sola hermandad cristiana de fiestas y congojas, flanqueadas de casas de tejados negruzcos y de calles en que transitan, sigilosas y mohinas, las viejitas devotas.

Procesión del Miércoles Santo del "Amo Jesús", la vieja imagen santiagueña que se venera en Santo Domingo. Antiguamente, un siglo atrás, como hoy, acompañaban al Cristo con la cruz a cuestas las imágenes de San Juan y el Cireneo. Aparecían en la tiesura de una mueca grave y trágica, estremecidas del temblor de los pulsos que sostenían las andas, envueltas en las sombras de la tarde fosca, por encima de un mar ondulante de cabezas, entre olores tibios de ceras derretidas, de inciensos, de sudores. Tras largo recorrido, toda esa agitada multitud, con el cansancio de una marcha en el polvo de las callejas, llegaba por fin a La Matriz, donde se representaba la ceremonia del "aviso" y del "encuentro". Allí, en un chocil de cañas, "y esperaba la Virgen María, al aproximarse la imagen de San Juan que se adelantaba a la procesión, y volvía con él al encuentro de su hijo supliciado. Y abriendo los brazos de resorte se postraba de hinojos, mientras la Verónica que hacía su aparición por La Matriz, enjugaba el rostro de Jesús con el paño sagrado. ¡Ingenua figuración del pródromo del Calvario! ¡Añeja representación que ya no se estila, pero que arrancaba lágrimas de intenso fervor a la sencilla gente de aquellos tiempos!

¡Siestas del Viernes Santo en el mismo templo! Con el sermón de "las siete palabras", resuenan todavía bajo las naves de Santo Domingo el coro y la música que el santiagueño Amancio Alcorta escribiera en 1840. El gentío llena la iglesia. Frescor de bóvedas cerradas, de losas, de muros vetustos; luz de cirios en la penumbra, que se deshace en amarilla claridad palpitante, y muestra las fúnebres colgaduras, la urna con la Sábana Santa (que ya figura en el inventario de los bienes de los Padres Jesuitas) y las doloridas imágenes del Crucificado y del Amo Jesús.

El vaho del incienso y de las flores muertas se suma al olor caliente de plebe que se apeñusca y mueve como las mareas, entre toses y rezos. Resuena el órgano, el coro retoma la palabra del púlpito callado y se modula y dulcifica. Un humo blanco y oblicuo de la luz de los vitrales se cuela y punza la obscuridad de la nave. Y con la última queja del órgano que se apaga por fin, la voz solemne de la campana mayor anuncia la agonía de Cristo. Son las tres de la tarde. Zumba un insecto. El aire es denso y quieto. El abejorreo de los labios en la plegaria crece. La multitud hincada y fervorosa fija sus ojos en el Crucificado. Hasta no hace mucho en esta misma hora, el Cristo inclinaba su cabeza de resorte accionada por cordeles invisibles. Ya no se celebra tampoco esta sencilla representación de la Agonía; en cambio subsiste como una supervivencia de viejas edades el famoso velorio de Jesús" que desde hace más de 200 años realiza la familia de Doña Cleofes Arias de García en su casa de techo de cabrias y tejas coloniales. La imagen de "bulto" que se venera es un Cristo yacente, tamaño natural, de inapreciable valor artístico y tradicional. Fue este Cristo -y la Dolorosa que le acompaña en este tierno hogar devoto-los que en época de la antigua Merced eran sacados en procesión por la aldea de calles polvosas, con matas de brozas y árboles en la vera, y que hasta hace medio siglo contempló la representación del drama del Calvario. Después del "Descendimiento", que todavía se realiza en el atrio de La Merced, la imagen colocada en su urna de cristal, iniciaba la procesión del sepulcro. Fondo rumoroso de la feligresía, en las callejas sin luz, con la noche encima. Largo peregrinaje del devoto tras del Cristo familiar que hoy reposa en la tradición de un hogar cristiano, y que el Viernes Santo se complacía en esta adoración de las muchedumbres compactas, que levantaban del suelo el polvo hollado. Velones y faroles vidriaban los rostros procesionales con el resplandor de sus luces desfallecidas. Se oían las marchas fúnebres y el bronco son de los tambores, acompasado de cansancio, como un hipo del gentío que se arrastraba en la columna. Y se veían cruces, incensarios, monaguillos, bayonetas heridas de reflejos, humo de los pebeteros en las "mesas" adornadas de los promesantes con tules y lamés, y, luego, pétalos de las flores de abril sobre las alfombras holladas por la multitud.

 Terminada la procesión, que duraba hasta las primeras horas del amanecer, el Cristo y la Dolorosa eran reintegrados a la familia García, que los velaba toda la noche.

El Cristo descansa hoy en su lecho de muerte, ante el Gólgota pintado por un artista boliviano, cuyo nombre se ignora. Vienen al "velorio" vecinos y devotos. Se hincan reposadamente, musitan el rosario, saludan a los dueños de casa y toman asiento a la orilla del muro de la sala. Un resplandor hiriente de luces alumbra la faz agónica de Cristo con sus hilos de sangre negruzca que se cuaja y adensa. La Virgen a los pies, de párpados rojizos en su rostro blanco, contempla la agonía del Hijo. Ramas de tarco penden del artesonado rústico de vigas de quebracho y sobre el encalado de las paredes destacan su verde follaje claro. Candelabros con la pasta chorreada de velas consumidas. Flores que se deshacen y dejan caer sus pétalos en la alfombra. Reclinatorios. Humo de incienso.

La sábana de raso que cubre el cuerpo de Jesús a modo de mortaja es un regalo del General Juan Felipe Ibarra a la familia García, que la conserva celosamente.

El ruedo que asiste al "velorio" se adensa. Entran y salen hombres, mujeres y niños. El gentío se renueva, pero crece siempre. Cuando alumbren las primeras claridades del alba, se irán algunos. El resto ha de velar hasta que las campanas del júbilo de gloria llenan la mañana de alegría.

La procesión de "miércoles santo", salía de Santo Domingo. Eran llevadas en andas las imágenes de Jesús, de San Juan y de San Cireneo, éste por detrás del primero, ayudándole a llevar la pesada cruz.

Por la que es hoy calle 25 de Mayo desfilaban gruesas multitudes en procesión hasta la iglesia de San Francisco, y de ahí seguían por Roca hasta Libertad. Eran, entonces, dichas calles, verdaderos arenales, bordeados de montes. En las que son hoy Avellaneda y 24 de Septiembre, en una choza construida a propósito, de "sunchos y cañas" y alumbrada con una vela, aguardaba la Virgen. Llegada la procesión a Libertad y 24 de Septiembre, a una cuadra justamente de la choza de la Virgen y a media cuadra de la Iglesia Matriz, desprendíase San Juan de la procesión y se encaminaba hacia la Virgen, ceremonia que se llamaba "el aviso", pues, con ella se quería representar, nada menos que el momento dramático en que la Madre conoce el triste destino de su Hijo.

Acompañada de San Juan, la Virgen iba al encuentro de su Hijo, el que se realizaba frente a la Catedral o Matriz, en cuyo atrio se levantaba un púlpito para el "Sermón del encuentro".

¡Cuánta lágrima de candor y devoción vertía aquella gente sencilla, cuando Jesús mostraba sus heridas a la Madre, y, también, al aproximarse la Verónica -que salía de la Catedral- con el paño con que enjugaba el sagrado sudor!

Luego, la procesión seguía hasta la Merced, donde los fieles esperaban la ceremonia del "canto del gallo", que según cuentan— se conseguía fácilmente valiéndose de un ardid. Colocaban al gallo ante un espejo de modo que se viese en él. Ante la visión prorrumpía en cantos y alharacas.

De la Merced, la procesión se encaminaba hasta Santo Domingo, donde se depositaban las imágenes, y donde terminaba la ceremonia por lo general a las 2 de la mañana.

Fragmento extraído del libro: “El folklore de Santiago del Estero” de Orestes Di Lullo

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