En tiempos de los apóstoles, en los días iniciales de la Iglesia que Cristo le pidió a Pedro construir, en Jerusalén hubo un joven de origen heleno, que entregó su corazón y su fe a la promesa salvadora de la nueva religión. Se llamaba Esteban (Stephanos, que en griego significa corona), y que por sus acciones de servicio a los pobres, fue nombrado diácono (ayudante) por los apóstoles.
Esteban poseía el don de la palabra, nacida de lo más profundo de su ser por inspiración del Espíritu Santo. Y con ese don, daba testimonio a los judíos sobre Jesús resucitado. Su elocuencia, su fervor, su convicción y sus razonamientos que derrumbaban cualquier argumento en contrario, ganaba conversos al cristianismo (como fue el caso de Saulo, luego San Pablo), pero provocaba la ira de los que habían condenado a Jesús.
La prédica de Esteban era excelsa y arrolladoramente persuasiva, cosa que resultaba inconveniente para los intereses religiosos de los judíos, quienes se encargaron de llevarlo ante el Sanedrín, acusándolo de blasfemo. En tal circunstancia, quien sería uno de los primeros mártires del cristianismo, pronunció un discurso ante el Sanedrín, de demoledor razonamiento (ver en la Biblia el Capítulo 7 de los Hechos de los Apóstoles), que dejó sin respuesta lógica a sus verdugos, porque eso fueron cuando lo llevaron a las afueras de Jerusalén para matarlo a pedradas.
Mientras era ejecutado lapidariamente, de rodillas rezaba a Jesús, pidiéndole perdón para sus ejecutores.
Fuente: Nuevo Diario / Retratando Silipica, Santiago del Estero
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