No debe haber símbolo más elocuente de la degradación a la que intentó someter a los pueblos originarios una visión parcial e interesada de la historia americana construida básicamente durante la segunda mitad del siglo XIX, que la exhibición de los restos de hombres, mujeres y niños de esas comunidades en museos argentinos, particularmente el de La Plata.
El caso más conocido es el del cacique Calfucurá, que había
sido enterrado en su comunidad, pero su tumba profanada durante la conquista
del desierto y sus huesos robados. El cráneo terminó en el Museo de La Plata y
durante más de un siglo permaneció exhibido en sus vitrinas.
Como aquella visión de los pueblos aborígenes se ha ido
transformando, sobre todo en las últimas décadas, y ha ganado terreno una
perspectiva de revisión histórica que reivindica el pasado precolombino, la
exhibición de restos de personas ha sido prohibida y se propicia la restitución
a las propias comunidades. Ya se han hecho más de un centenar de esas
reposiciones en la última década a través del Programa Nacional de
Identificación y Restitución de Restos Humanos Indígenas, y eso es lo que
sucederá con el cráneo de Calfucurá el año que viene.
Aunque la historia oficial casi ni lo mencione, no era un
cacique cualquiera, sino un líder de su comunidad durante varias décadas, con
ascendencia en otras etnias y uno de los grandes estartegias políticos de su
época, según algunos historiadores. Hijo del célebre cacique Huentecurá, que
cooperó con San Martín en el cruce de los Andes, Calfucurá tuvo negociaciones
permanentes con líderes políticos de la talla de Juan Manuel de Rosas, Justo
José de Urquiza, Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento.
Con este último, que sentía una públicamente admitida
aversión por los pueblos originarios, mantuvo incluso un intercambio epistolar.
El 30 de enero de 1873, en una carta dirigida al entonces
presidente de la Nación, el cacique reflexionaba: “Queremos la paz, que nada
sacamos en que nos estemos matando unos a otros (...) es mejor vivir como hermanos
de una misma tierra que somos”.
Pocos meses después murió y su cuerpo enterrado en una gran
ceremonia en el actual territorio pampeano. Y su anhelo de paz vulnerado con la
denominada Conquista del Desierto, que constituyó un genocidio de las tribus autóctonas
y que terminó saqueando sus propios restos.
La tumba fue profanada por el general Nicolás Levalle. El
cráneo terminó en manos del fundador del Museo de La Plata, el perito Francisco
Moreno, y, como se dijo, exhibido al público.
El antropólogo Fernando Miguel Pepe llama a Calfucurá “prisionero de la ciencia”. Pero a partir de una revisión de la perspectiva de la historia argentina y la reivindicación cultural y política de los pueblos originarios, todos los prisioneros empiezan a ser liberados. No sólo de la vitrina de los museos, sino también del lugar relegado que un relato parcial e interesado les adjudicó durante mucho tiempo.
Fuente: www.elancasti.com.ar
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