• Un algarrobo de tres siglos abatido por alguna de aquellas
avenidas del río que se llevaban hasta las esperanzas, sujeto a la tierra por
el puro empecinamiento de vivir, dando sombra y frutos y cobijo a los trinos
interminables de una primavera breve.
• Un camino que recorrieron incontables pasos desde hace
miles de años, jalonado por los guardianes espinudos que se disfrazan de
cardones y se refugian entre los kishkalorales.
• Un Sol impiadoso que moría en algún lugar detrás de los
esqueletos de los vinalares agostados por la mezquindad del cielo, derramándose
en rojos fluidos sobre el horizonte en el silencio absoluto del monte eterno.
• Unas flores pequeñas, amarillas, bajas, nutridas, en
multitud. Y otras flores incandescentes, solitarias, efímeras, prendidas como
gotas fugaces de sangre a los dedos feroces de los quimiles antiguos.
• Cientos de ojos candorosos y de manos honestas rozando el
manto blanco de una Virgen maternal y compasiva que impávida los miraba pasar a
sus pies en procesión respetuosa y veneranda con sus niños y sus viejos -con
sus penas viejas y sus esperas siempre niñas- entre rezos y cantos que el
viento amontonaría quién sabe dónde, lejos…
• Algunas banderas enastadas llevadas a caballo por jinetes
de edad indefinida, ataviados con sus galas de hombres cabales y sus camisas
blancas, convertidos en soldados de una fe que de tan pura y simple ni siquiera
puede compararse con el agua –el agua esa que se invoca porque no se tiene y es
otra de esas cosas que hace tanto tiempo se desea, se aguarda.
• Una mujer aguerrida, indetenible, obstinada, con un nombre
de luz y de alegría, ganando las batallas cotidianas y las otras del tiempo y
la indiferencia, ofreciéndome su casa con la hospitalidad que sólo brindan los
que tienen tan poco que no saben del apego a las cosas de este mundo, y que en
eso dan lo que les late en el pecho, pese a todo.
• Un par de huayramuyoj bailando sobre los salitrales y
asustando a las cabras, señalando que todavía el misterio manda en una
dimensión de la vida de los pueblos, en ese plano alucinado de lo que permanece
y resiste.
• Un músico añoso y espontáneo, de esos que solamente
produce la matriz de mi tierra, arrancando al instrumento melodías ensoñadas,
canciones anónimas que mentan los mismos dolores y las alegrías idénticas desde
todos los tiempos hasta quién sabe cuándo.
• Una maestra joven pintando de verde los ventanales de su
escuela, sola, de pie sobre una silla una siesta soleada de domingo, venciendo
con su hábito incansable la carcoma silenciosa e invisible de la indolencia.
• Y otro árbol más a la vera de un camino, quemado al pie,
seco, muerto pero aún enhiesto, albergando entre los restos de lo que fue la
fronda algunos nidos de hornero como señal de que no hay ni habrá voluntad
humana más poderosa que la fuerza regeneradora de lo que está vivo.
• Y un cielo como no hay otro sobre la superficie de este
mundo, con tantas estrellas cercanas, tangibles, perfumadas por el olor del
monte dormido en una noche helada y mágica, transfigurada por la música que sube
desde los socavones presentidos hasta el centro mismo del corazón.
• Una Luna cortada como una cimitarra de bronce sobre ese
mismo cielo renegrido, única luz sobre los caminos sin grillos ni señales.
• Y dibujada en los labios y en las sonrisas, bien visible,
una lengua dulce y sibilante nunca escrita, añeja, misteriosa, burlona,
sugerente, que refiere siempre al cosmos y nunca al individuo, que aleja al
entrometido y acerca sólo a aquellos que buscan al calor de los fogones las
historias de los abuelos indios.
Esas y otras cosas he visto en Barrancas.
Como siempre que voy, voy tan siendo nada para volver tan
llena del universo entero.
1 comentario:
Una descripción piadosa, que recorre Barrancas como un viento que escapa a la sed y bendice al hombre y a su paisaje castigado de soles ardientes. Largos años, interminables de olvido y soledad con un río mezquino que huye en puntas de pie rumbo al naciente.
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