El conocido refrán que afirma que
“segundas partes nunca fueron buenas”
se aplica de continuo también al vasto campo de la literatura. Es lo que se
define cinematográficamente con la palabra “remake”.
Y en el estrecho espacio de las excepciones ubicamos a “La ciudad perdida”, relato de Oreste Edmundo Pereyra que con altura
puja con “La conquista”, producto de
la imaginación de Ricardo Rojas proyectada sobre toda la primera parte de su
obra “El país de la selva”. Inventiva
enriquecida por su manejo del idioma y en menor medida por aportes documentales
históricos referentes al ingreso de Diego de Rojas – al decir de José Andrés
Rivas – “a ese territorio de sierras
escasas, leves llanuras, árboles bajos y descansadas obras, al que hoy llamamos
Santiago del Estero”. En nada desmerece a su antecesora el prolijo trabajo
de Pereyra, cuya versión transcribimos seguidamente.
Casi sin hablar continuaron
avanzando por ese universo de pesadumbre, alucinados por las riquezas que todos
mencionaban pero que nadie jamás encontró. Únicamente el bullicio de los
pájaros en la espesura competía en estridencias con el ruido seco de los casos
de los caballos, los que ahogaban por momentos, los pasos de los hombres.
Cuando Diego de Rojas extendió su brazo la marcha enmudeció y todas las miradas
convergieron al caudaloso oleaje indígena que portaba en angarillas al cacique
mutilado. El jefe de la expedición miró absorto los cuerpos broncíneos que
rodeaban al cacique, el que parecía una figura irreal puesta en la estera desde
hacía años, tal vez siglos, exhibiendo su única pierna y su único gesto hosco.
Acostumbrado a las decisiones rápidas, Diego de Rojas dijo al sacerdote:
- Padre Galán, le confiero a
usted la misión de parlamentar con los indígenas-
- Pero... - alcanzó a musitar el
sacerdote tomado de sorpresa.
- No admito excusas en esta
empresa -replicó Diego de Rojas-. Sé que usted me dirá que es hombre de paz,
justamente por eso lo envío. Lo acompañará un intérprete.
Al momento partieron y al momento
estuvieron frente al cacique cuyo rostro desde cerca ofrecía un aspecto mucho
más cruel. El sacerdote por boca del intérprete explicó a Canamico, el jefe
indio, que no buscaban la guerra sino la paz; que sólo pretendían explorar esas
regiones, por eso habían venido de tan lejos, desde el Perú y antes del Perú,
desde España, que era un lugar que quizás ellos no conocían... Y siguió con la retahíla
de palabras que el cacique parecía no dar importancia, porque en ningún momento
se ablandaron las aristas de su rostro pétreo. Al concluir las explicaciones,
la voz del cacique sonó imperiosa:
- Yo exijo a todos los invasores
que abandonen estas tierras de inmediato! -
La orden no ofrecía réplicas, sin
embargo, el sacerdote en un supremo esfuerzo conciliatorio dijo al intérprete:
- Contéstele que creemos que no
ha entendido bien nuestra misión, puesto que nadie trata de usurpar sus
dominios. Por la cruz que nos ampara -remató- dígale que buscamos - únicamente
explorar estas tierras sin causar daño a nadie -.
Canamico respondió con una ráfaga
mortífera de autoridad que envolvió su cara de un tinte más sombrío y sus ojos
de un fuego más intenso. La rabia contenido por el jefe indio vaya a saber
cómo, abrió su cauce a la corriente impetuosa y el sacerdote sintió que el
miedo, un miedo terco, envolvente, le circulaba por todo el cuerpo haciéndolo
navegar por un mar de temblores. El sacerdote, dando rienda suelta a su pánico,
echó al galope su caballo seguido por el intérprete.
En un abrir y cerrar de ojos los
sables se enhestaron y los arcabuces se prepararon a sacudir su modorra, pero
debieron permanecer inútilmente dispuestos al ataque porque los indios ni
siquiera habían pretendido iniciarlo y permanecían allí como adheridos a la
tierra.
En medio de la indecisión, de la
duda, Diego de Rojas apretó las piernas a su cabalgadura y se dirigió al
cacique, pero antes de llegar un cerco de indios le cerró el paso. Porfiando en
su intento lanzó varias veces su caballo contra el círculo que se distendía
para volver a constreñirse pasado el empuje. Ante la tormentosa amenaza los
soldados se fueron acercando sigilosos y en un momento dado, sin saber por qué
-quizás fue el instinto o tal vez las lanzas que se levantaron sospechosas-
urgieron sus caballos y fueron hundiendo los aceros en los cuerpos
semidesnudos. Los aborígenes, tomados de sorpresa, retrocedieron dando gritos
de espanto al ver el reguero de sangre sobre las matas de pasto de la llanura
devastada. Pero el grito de la sangre enardecida los llevó a arremeter
nuevamente pese al avance arrollador de la caballería que les causaba un temor
supersticioso, porque en ella los indios no sabían diferenciar al hombre del
bruto, los que de pronto se convertían en una unidad fantasmal con cuatro patas
y dos brazos.
Canamico vio como sus guerreros
sepultaban el miedo y la vergüenza en la insidiosa vegetación y una mueca de
disgusto le robó el rostro. Se sintió de pronto, inertne, como un huérfano
grande a merced de sus enemigos.
Cuando Diego de Rojas se acercó,
el cacique irguió la frente dispuesto a que se cumpliera la sentencia. Sin
recelo, escrutó a su oponente. Durante un segundo las miradas de ambos jefes se
cruzaron. La una reflejó la soberbia en la derrota, la otra, la altivez del
vencedor, ambas el espíritu indómito de dos razas encontradas. Diego de Rojas comunicó
su resolución al intérprete y se alejó. Al enterarse Canamico que el jefe
blanco le había perdonado la vida, cambió su decisión anterior y le permitió
transitar por sus dominios. En medio de tanta desolación, el gesto reconfortó a
Diego de Rojas. Al día siguiente los expedicionarios iniciaron el regreso a
Tucma, en donde entraron sigilosamente y en donde también, a diferencia de la
vez anterior en la que no encontraron ni indios, ni alimentos, hallaron al
poblado en plena actividad. La presencia de los desconocidos suscitó al
principio cierta curiosidad, la que se fue amortiguando con el correr de los
días mientras esperaban la llegada de Felipe Gutiérrez y sus soldados.
Las chozas de rama y paja que
constituían el asentamiento indígena, se extendían sobre un claro con escasa
vegetación que pugnaba por sobrevivir, hollada constantemente por el hombre. En
uno de los flancos, los maizales en flor aparecían como recostados en los
faldeos montañosos cuyos árboles azules se esfumaban entre los contornos indefinidos
del firmamento.
Nada pudieron averiguar durante
su permanencia en Tucma, y pese a las gallinas que allí se criaban, las que
habían despertado la curiosidad y exacerbado la fantasía, la presencia de otros
hombres blancos se convirtió en una posibilidad remota. Los días se deslizaron
tranquilos, casi monótonos. Los aborígenes proveían a sus necesidades en forma
elocuente. Pero al quinto día, al despertar, todo se volvió brumoso como un
sueño apenas soñado, porque sin poder entenderlo muy bien, los indios habían
desaparecido y con ellos los alimentos. Con minucioso afán revolvieron las
chozas y no encontraron nada. Todo se lo había tragado el monte en cauteloso
silencio.
Y como si el destino los
impulsara siempre a proseguir, abandonaron Tucma. Poco a poco fueron dejando
atrás las montañas y luego la llanura inclinada que se desbordaba plena de
colores y se internaron en el paisaje indócil, henchido de tuscas, algarrobos,
chañares y talas que se enmarañaban en sucesivos acoplamientos y permitían la
proliferación confusa de las formas. Luego pasaron por entre las crenchas de
los aibales que cobijaban a los guanacos que pacían insolentes más allá, en las
abras solitarias.
Diego de Rojas sintió de pronto
que el cansancio trepaba en cada movimiento de su cabalgadura y se le enroscaba
al cuerpo, pero prosiguió la marcha a Soconcho, lugar que no conocía y en el
que sin embargo, le habían asegurado que podría abastecerse. Desde que desechó
el camino de los Incas rumbo a Chile y se internó por la abrupta quebrada
abierta a pico y azadón por sus hombres, nada podía detenerlo, ni siquiera el
rumor supersticioso de los soldados que ahogaban sus protestas en voz baja
porque se internaban cada vez más, en busca de una tierra que nadie les había
prometido. Pocos sabían que la decisión de Diego de Rojas de no continuar a
Chile la tomó entre los indígenas de Chicoana, cuando le indicaron que
trasponiendo las montañas había hombres blancos que criaban gallinas.
- Hombres blancos que crían
gallinas?- preguntó a su asistente sorprendido.
- Que crían gallinas?- volvió a
preguntar como para certificarse de su propia incredulidad.
Y la imaginación calenturienta
asoció a los hombres blancos con la ciudad perdida, con la ciudad de los
Césares, la de las casas recamadas de oro y pedrerías que el pensamiento
febricente elaboró en largas noches de insomnio desde las cavernas mismas de la
irrealidad.
Y el rumbo fue torcido y las
gallinas aparecieron y los hombres siguieron navegando por esas fuentes
caudalosas de la fantasía sin poder encontrar ni vestigios de la ciudad que
enajenaba los sentidos con sus riquezas y cuyo cordón umbilical era un río de
plata que nunca vieron y del que nunca les contaron nada, porque se había
perdido mucho antes que naciera, en las noches sin imaginación.
Soconcho los recibió con sus
odres fecundas repletas de maíz, de frutos silvestres y con sus gallinas y
patos que se criaban en fraternal convivencia. Pero no permanecieron allí mucho
tiempo porque la sed de aventuras los reclamaba desde el fondo de la sangre. De
Soconcho a Salavina, de Salavina nuevamente a Soconcho persiguiendo siempre
algún indicio de la ciudad de fábula que se convertiría con el correr del
tiempo en una realidad inventada, pero que les era, sin embargo, más
reconfortante que una realidad sin espejismos.
II
En Soconcho la tarde se alargaba
en el misterioso silencio de los árboles. El capitán Diego de Rojas comprobó
que el desaliento lo invadía y aunque trató de cerrar los ojos para descansar,
no pudo hacerlo, porque los últimos girones de la tarde se poblaron de
movimientos furtivos, de murmullos apagados.
- Quien va? – gritó el vigía y la
voz de alarma sobresaltó a la tropa por segunda vez. En la primera habían
apresado a dos indios espías, ahora sacudía el vientre de la tierra un resonar
imperiosos de cascos.
- Quien va? – gritó nuevamente el
vigía tratando de romper con su mirada los primeros velos del anochecer. La
segunda inquisitoria, hizo que los soldados se prepararan para el ataque,
- Dios salve al rey! – fue la
respuesta y sin mediar otras palabras, los hombres de Felipe Gutierrez se
desprendieron de sus cabalgaduras y abrazaron a sus compañeros. Al poco tiempo,
la noche se pobló de risas, de cantos entonados a media voz, los que se
confundían con los aullidos lejanos perdidos en el monte.
En medio del bullicio Diego de
Rojas y Felipe Gutierrez se alejaron para cambiar impresiones y soñar juntos
los viejos sueños de la ciudad perdida, la de las riquezas fabulosas que ahora,
en la restaurada fantasía de ambos, podía quedar cercana a un lugar que los
indios llamaban Macajar. Hasta bien entrada la noche organizaron la nueva
expedición. Todos los detalles se tuvieron en cuenta, hasta el agua que debían llevar
en las calabazas y los zurrones. Finalmente el cansancio, llamó al reposo.
Al día siguiente, cuando el sol
había iniciado su carrera en el horizonte se prepararon las vituallas, el agua,
las armas y otras cosas indispensables, de manera que a las tres horas no quedó
en el lugar un reguero de desperdicios, entre las cenizas calientes de los
fogones recién apagados.
Los demás siguieron como
sonámbulos por ese paraje de pesadilla, bordeando quebradas y cauces de arroyos
secos, con los ojos extraviados, con la fiebre navegándole por el cuerpo. Sin
embargo, el tercer día cuando las esperanzas se creían perdidas, densos
nubarrones que giraban en el firmamento trajeron algo de optimismo. Poco
después los truenos sacudieron la tierra y desde el cielo se escaparon las
primeras gotas que resbalaron los largos y desaliñados cabellos de la aventura,
para proseguir su empuje por los rostros curtidos y sudorosos. En el preciso
instante en que la lluvia comenzó a arreciar, muchos soldados se echaron de
espaldas en el suelo tragando con desesperación, lentamente, el fuego de sus
gargantas.
La marcha prosiguió lenta y
fatigosa hasta llegar a Macajar, pero nuevamente allí la decepción. Los indios
habían desaparecido dejando únicamente en las chozas el rescoldo caliente de su
presencia. Diego de Rojas echó una mirada en derredor y aunque su olfato de
guerrero le indicaba la presencia de un peligro cercano, ordenó a la tropa
desmontar y establecer en aquel lugar sus reales, porque le era necesario
abastecer a la expedición antes de continuar la marcha. El jefe español no se
equivocaba. El peligro estaba latente, oculto en la espesura, en donde el
cacique Sinchiuaina esperaba junto a sus hombres, mientras que un indio sobre
el árbol que le servía de atalaya, observaba vigilante cada movimiento de la
tropa.
Apenas los soldados de
reconocimiento se movilizaron, el vigía dio la voz de alerta y los indios
atacaron a la patrulla desde los lugares menos esperados. Cinco soldados
lograron huir pese a la rapidez de la maniobra que los había tomado por
sorpresa. Solo uno quedó prisionero. La lucha se había declarado y la
mansedumbre de la siesta se rompió de pronto con los gritos guturales y la
danza guerrera de los indios que hacían sonar sus crótalos como una invocación
divina a la victoria, en tanto los clarines de la tropa alargaban su
estridencia despertando al monte adormilado.
El jefe español observó el avance
de los indios que cruzaron el linde del bosque por donde se escapaba el llano y
prosiguieron avanzando por el abra, algunos con el torso desnudo, otros
ataviados con ponchos y vinchas, los menos cubiertos con sus vestimentas
sacerdotales de pieles de pumas y leones, cuyas temibles cabezas sobresalían
como yelmos. Aún después de tantos años de guerra Diego de Rojas sintió el mismo
desaliento en las rodillas como la primera vez. a la voz de ataque la
caballería, espada en mano, cayó sobre el enemigo hiriendo a diestra y
siniestra. En el momento en que la caballería se replegó, los infantes
parapetados tras de los árboles descargaron con precisión los arcabuces. Esto
no hizo sino acrecentar un vago temor en los indios, temor que se remontaba a
años lejanos, a tiempos sin tiempo en los que les habían augurado que seres
extraños estaban vendrían a sojuzgarlos y esos seres extraños estaban frente a
ellos, desafiándolos con el rayo mortífero que habían robado del cielo. Al
atardecer los indios retrocedieron y buscaron refugio en la espesura. Con las
primeras sombras de la noche los soldados recorrieron el campo de batalla,
recogiendo a los camaradas heridos y dando el tiro de gracia a los enemigos
moribundos. La segunda batalla fue tan encarnizada como la primera. Los
contendientes redoblaron los esfuerzos sin darse reposo. Al tercer día, desde
puntos lejanos, fueron llegando numerosas tribus que alimentaron al primitivo
ejército provisto de hachas de piedra, mazas, garrotes, hondas, bolas de
piedra, arcos, saetas, voladoras y lanzas.
Como era de esperar, los indios
atacaron con furia descontrolada, pero los españoles respondieron con idéntico
fragor. Nadie quería darse tregua, por eso la tarde se pobló de una intrincada
maraña de rodelas, cotas, yelmos, ponchos, plumas y cuerpos broncíneos. Por
todas partes aceros, descargas de arcabuces, silbidos de flechas, ir y venir de
soldados y de indios. Por todas partes espanto y muerte.
En medio del combate sintió
nuevamente el cansancio que no era otra cosa que el peso de su propia
frustración, la que le había ido deshilachando todos sus sueños. Por esto tal
vez espoleó violentamente al animal y se dirigió a donde la lucha era más
reñida. De pronto un dolor profundo la sacudió el muslo. Sin tener tiempo a
detenerse vio que una flecha le mordía la pierna, pero siguió luchando con
mayores bríos. Solo cuando los últimos indios se dispersaron pudo Diego de
Rojas apoyar la cabeza en un árbol. Luego escupiendo su rabia, arrancó de un
golpe la flecha. Con el correr de las horas el dolor se fue ampliando. Esa
noche se apretó con desesperación la pierna como tratando de ahogar el
sufrimiento.
- Don Diego – le dijo el sargento
que lo acompañaba en el instante en que lo vio un poco más aliviado – sé que lo
que voy a decirle es un tanto embarazoso, pero creo que es mi deber
informárselo.
- De que se trata? – preguntó el
jefe español.
- La tropa murmura – fue la
escueta respuesta.
- Murmura qué? – inquirió en
medio de su agotamiento.
- Si pregunta cualquiera podrá
informárselo – dijo a manera de explicación el interpelado. – Como se habrá
dado cuenta no quiero ser yo quien se lo diga y verme envuelto en un escándalo.-
- Basta, por Dios! – replicó
Diego de Rojas – Nada hay peor en la boca de un hombre que un secreto callado a
medias. Eso es maleficiencia, Rodriguez ... Quiere hablar ahora?
- Es sobre su extraña enfermedad
Don Diego, y sobre esa mujer, la Enciso -.
- Pero qué tiene que ver mi
enfermedad con ella? – preguntó molesto.
- A ciencia cierta, nadie cree
que la flecha pudiera causarle tamaña enfermedad. Por lo menos nadie recuerda
que haya ocurrido en otros. Lo que se dice, es que su mal tiene que ver con los
guisadillos que la Enciso preparaba para usted por orden de Don Felipe
Gutierrez. Ya sabemos que Don Felipe debe sucederle en el mando y si esos
guisadillos estuvieron envenenados como se supone, es fácil adivinar, quienes
son los autores de su desgracia.
La noticia cayó sobre él con todo
el peso de su artera desnudez. Nada le podía parecer extraño a Diego de Rojas,
ni siquiera la ambición de Felipe Gutierrez, o la de su amante Catalina de
Enciso, porque la ambición reptó siempre sigilosa en torno a la tropa. Los
acontecimientos contribuyeron a poblar sus escasos momentos de sueño, de la
figura fantasmagórica de Catalina de Enciso, en raros exorcismos en medio del
monte inexcrutable.
Al día siguiente los dolores se
habían intensificado y cuando Felipe Gutierrez y Catalina de Enciso se
arrimaron al lecho del enfermo, éste los increpó.
- Se atreve usted a presencia el
tormento que me ha impuesto por manos de esa mujer? – dijo a Felipe Catalina de
Enciso. Con la voz distorsionada por la ira continuó llenándolos de
improperios, acusándolos de haberle dado el veneno para usufructuar el cargo.
- No sé quién pudo haberle dicho
tamaña infamia – contestó Felipe Gutierrez. Le juro por mi honor... Pero no
puedo continuar porque las palabras injuriosas ahogaron todo razonamiento y
avasallaron hasta las lágrimas de Catalina de Enciso.
- No quiero oír ninguna otra
sandez – gritó finalmente Diego de Rojas – Retiráos inmediatamente de mi
presencia – agregó señalando la puerta. Felipe Gutierrez y Catalina de Enciso
abandonaron la habitación.
- Qué debemos hacer? – preguntó
la mujer consternada.
- Solo nos resta esperar. Quizás
la patrulla capture algún indio y nos diga que les ponen a esas malditas flechas.
Es el único medio de desbaratar esa patraña – terminó diciendo con disgusto
Felipe Gutierrez.
A la mañana siguiente un indio
prisionero reveló el misterio. A las flechas habían comenzado a colocárseles el
juego venenoso de ciertas hierbas que él decía desconocer. La orden fue que los
soldados debían arrancarle el nombre a cualquier precio. Al cuarto día el
infeliz, con las coyunturas desarticuladas, murió sin revelar el secreto que
tal vez ni siquiera conocía. En ese lapso, el dolor se fue enraizando en las
fibras íntimas del cuerpo de Diego de Rojas y para sofocarlo comenzó a
revolcarse como un poseso por el suelo, pero continuó sintiendo, pese a sus
esfuerzos desesperados, que desde dentro le arrancaban de cuajo las entrañas.
En vano trató de domar su angustia porque ésta se le había encabritado más allá
de la carne.
Cuando una noche el dolor y la
fiebre cerraron sus ojos cansados, una vaga figura reclamó su presencia. Con
ella cruzó en silencio la sombra tendida en la llanura y se adentró en el
corazón secreto del bosque. Y allí, por fin, sus manos temblorosas se
extendieron hacia la ciudad perdida, la de las casas recubiertas de oro y
pedrerías.
- La ciudad... La ciudad perdida
– alcanzó a musitar.
- Don Diego, qué siente usted? –
preguntó el sacerdote que velaba junto al lecho del agonizante.
En ese instante Diego de Rojas
abrió los ojos bañados de asombro, pero los volvió a cerrar. Enseguida un breve
estremecimiento y un jadeo sacudieron el cuerpo que, sin embargo, continuó
flotando por entre el brillo empecinado de la ciudad, hasta quedar convertido
en polvo de oro.
Cuando el sacerdote apretó en el
aire la señal de la cruz, una torcaza solitaria, perdida en el monte, comenzó a
llorar la tristeza de la noche
Fuente: Fundación Cultural Santiago del Estero
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