Por Felix Coluccio
- ¡Pachamama, ayúdame! ¡Pachamama, no me abandones! - iba
musitando Pastor Luna, el ollero de Punta Negra.
La noche lo había sorprendido en el camino de regreso.
Lo más tremendo que podía acontecerle, era no sólo que las
sombras lo envolvieran, sino que ello ocurriera frente al pequeño cementerio
donde estaban sepultados los restos de sus padres y la pequeña guagua que había
muerto sin que nadie supiera de qué.
Su mula iba al paso, lentamente, y sus ojos buscaban en la
sombra signos de figuras imprecisas y fantasmales, que desde chango lo
atormentaban en la soledad de su precaria vivienda hecha de piedra y techada
con ichu, ahora compartida con su mujer, Tomasa Arancibia y los hijos, Pastor y
Juan.
Buscaba llegar cuanto antes hasta la apacheta, que hacia el final
del camposanto era como un faro opaco, en esa noche para él de angustia.
Cuando llegó, descendió de su cabalgadura y se abrazó a las
piedras como si hubiera encontrado el regazo de su madre. Dejó su acullico,
sacó de la alforja un puñado de hojas de coca y el charqui que no había podido
terminar y lo depositó al pie de la irregular pirámide.
Se puso a rezar con voz temblorosa, y pidió una y otra vez
protección a la Pachamama en este regreso interminable desde la alta Puna,
donde había ido a trocar sus cacharros por harina, maíz y fetos de llama.
Más tranquilo, reemprendió la marcha. Le faltaba un tramo
corto pero difícil. El camino se hizo de pronto un sendero de piso áspero que
se estrechaba a medida que ascendía, hasta convertirse en una verdaderas cornisa,
balcón del abismo que enmarcaba, desde cuyo fondo, inmensamente oscuro,
ascendían gritos, imprecaciones, lamentos, y a veces fosforescencias, como si
el infierno mismo estuviese allí dentro.
Pastor Luna, con dificultad, avanzaba.
El animal no respondía a su estímulo, ya ratos quería dar el
anca, ante el terror del jinete que trataba de contener las mañas de la bestia,
la cual, sin duda, olía algún peligro cercano.
Cuando empezó el descenso, sintió un galope irregular, veloz
y fatídico que se acercaba como un remolino.
Pronto vio el cuerpo oscuro de la mulánima que avanzaba en
sentido inverso de propia su marcha, precedida por lenguas de fuego que salían
ardientes de sus ojos y boca. Instintivamente, cubrió su rostro con ambas manos
e invocó de nuevo a la madre de los cerros, con desesperación y terror.
- ¡Pachamama, sálvame!...
Pero fue en vano.
La mulánima, como imagen del demonio, ya estaba sobre él, y
ciegamente, en el angosto sendero, golpeó contra Pastor Luna y su bestia.
Todos rodaron por la abismal pendiente, y las laderas se
enrojecían a medida que se desbarrancaban.
Cuando llegaron al fondo mismo de la profunda herida de la
montaña, un incendio entre amarillento y rojizo, elevaba sus llamas, y voces
enloquecidas, confusas, no de este mundo, bramaban en torno al cuerpo calcinado
de Pastor Luna...
Allá, en su rancho de Punta Negra, Tomasa Albarracín,
aferrada a sus hijos lloraba convulsivamente la muerte anunciada por un viento
silencioso y helado, que arteramente se colaba por entre los intersticios de
las piedras. Fuente: FBK – Patio Santiagueño
Foto: don Felix Coluccio
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