A los 91
años Vitillo Abalos, el último de los míticos Hermanos Abalos, dice que se
retira. Como no le creímos, fuimos a comprobarlo. En una charla en su casa
habla de los huecos del folclore que dejaron Eduardo Falú, la Negra Sosa y
otros. Anuncia su próxima gira y, como no, deja algunos consejos. “Hay que
argentinizar al habitante argentino”, pide.
Mientras sube el ascensor Vitillo
despunta su tonada santiagueña, intacta pese a sus 91 años. El cuarto de Los
Hermanos Abalos, “según el orden de la
cigüeña” como les gustaba decir, el único que vive hoy, está entre los
grandes percusionistas del país, pero en el ascensor habla del clima, de bueyes
perdidos. Abre la puerta de su departamento porteño y aparecen decenas de
bombos, piano y toda clase de instrumentos que acompañan a este hombre bajito.
Y se pone a tocar, así, sin mediar palabra. Cuando calla el sonido, dice que el instrumento es precolombino. Un tronco ahuecado con parches que le obsequiaron en México. “Desde el río Bravo hasta el sur, estamos todos hermanados”, dirá después Vitillo, Victor Manuel Abalos. Lleva 75 años con la música y ahora avisa que empieza a retirarse, a retirar otro mosaico de la historia del folklore argentino. En Buenos Aires, su gira despedida arranca el 20 de septiembre, en el Teatro Sha. Pero cuando Vitillo enumera la cantidad de shows que tiene programados, acá y también en Europa, se hace difícil creerle. ¿Se irá de verdad? “Me estoy empezando a despedir, despacito, a mi estilo. Nunca hago las cosas de golpe”, confirma incansable, después de que en 2011 y 2012 anduviera de gira con El patio Vitillo, tocando para la tercera edad. “Me presentaban como de la cuarta edad”, bromea.
Y se pone a tocar, así, sin mediar palabra. Cuando calla el sonido, dice que el instrumento es precolombino. Un tronco ahuecado con parches que le obsequiaron en México. “Desde el río Bravo hasta el sur, estamos todos hermanados”, dirá después Vitillo, Victor Manuel Abalos. Lleva 75 años con la música y ahora avisa que empieza a retirarse, a retirar otro mosaico de la historia del folklore argentino. En Buenos Aires, su gira despedida arranca el 20 de septiembre, en el Teatro Sha. Pero cuando Vitillo enumera la cantidad de shows que tiene programados, acá y también en Europa, se hace difícil creerle. ¿Se irá de verdad? “Me estoy empezando a despedir, despacito, a mi estilo. Nunca hago las cosas de golpe”, confirma incansable, después de que en 2011 y 2012 anduviera de gira con El patio Vitillo, tocando para la tercera edad. “Me presentaban como de la cuarta edad”, bromea.
En su casa de Congreso ha
invitado a un grupo de periodistas a tomar la merienda. Una merienda bien
regada, con vino tinto, música y anécdotas interminables. Soy el primero en
llegar, y entonces nos sentamos mano a mano, en un living lleno de recuerdos.
Vitillo va y viene. Mientras charla toca un malambo o entona su Carnavalito
quebradeño, hablamos del bombo legüero, su especialidad. Remite al diccionario:
5.500 metros, una legua. Se escucha a una legua. “Pero ojo, si toco a la orilla
del río, la distancia se extiende un poquito más”, asegura. Recuerda entonces
que su padre, el primer médico odontólogo de Santiago del Estero, le contaba
que el bombo tenía más funciones que la musical. “Cuando alguien hacía pan, tocaba, y todos sabían que tenía pan, lo
mismo cuando carneaban un animal. Eh, fulano ha carneado, decían, y allá iban”.
La pucha que hay historias de bombos para charlar con Vitillo.
El cuarto de los 5 Abalos cuenta
que en el NOA se hablaba mucho, pero que eran pocos los que tenían un bombo. “Recién por allá, en 1968, empiezan las casas
a venderlos”, recuerda. Con una claridad asombrosa para citar fechas y
nombres, Vitillo cuenta que en 1934 le había pedido un bombo a su padre. Allá,
en Santiago. ¿Papá, y el bombo?, le preguntaba cada tanto. Resultó que el
fulano que lo iba a hacer demoró más de seis meses en tenerlo, y una vez
terminado, sus hijos se lo quisieron quedar. “Recién en el 37 apareció un bombo en casa”. Vitillo se mira las
manos y dice no mentir cuando asegura que le sobran los dedos de una para
contar los bombos que había. “Le
descubrimos secretos profundos, el ritmo…”, admite, y cuenta cómo se
construían.
“Había que hachar un ceibo añejo, trozarlo, luego venía la chata con la
mula. Subíamos el tronco, lo llevábamos al rancho, y alguien que no trabajaba
de eso, le sacaba la corteza exterior. Después tenía que ahuecarlo, sin golpear
mucho porque se abría el tronco. Se hacía el aro, y se usaban cueros de puma o
de caballo, algunos hasta lo hacían de perro. Llevaba como mínimo 6 meses.
Cuando preguntábamos cuánto costaba, la
respuesta era: No se, lo que usted diga. Era de persona a persona”, evoca
Vitillo. Y remarca ese vínculo. De persona a persona. Y si le damos pie,
enseguida despotrica contra la tecnología. No usa celular, reniega del TV, y
cuando se embala dice claro, son otros tiempos. “Soy un muchacho de 91”, relata para él.
Llegó a Buenos Aires en 1939. Su
padre quería ser odontólogo, pero su abuelo quería mandarlo al campo. “Se enteró que en La Plata buscaban
profesores, y pagaban bien. Se vino, y se casó con María Erbesia Balzaretti,
mamá. Pero desobedeció al padre, que en aquél momento era algo tremendo”.
Machingo, el mayor de los hermanos, nació en La Plata. “Después papá se vino a estudiar a Buenos Aires, y acá nació Adolfo”,
agrega Vitillo. En la vereda de Adolfo, la calle Gallo, casualidad o no,
nacieron también Anibal Troilo y el Mono Villegas. “Roberto, Machaquito y yo nacimos en Santiago. Los otros dos eran
santiagueños truchos”, dice Vitillo. Es una historia conocida ese amor a
Santiago profesado a la distancia.
Cuando habla de sus inicios,
Vitillo siempre recuerda a Don Andrés Chazarreta, uno de los pioneros
santiagueños, nacido en 1876. “Le dieron
un puesto de inspector de escuelas y quedó maravillado con lo que encontraba en
el campo”, sostiene Vitillo. Y enumera los bailes que fue conociendo
Chazarreta. El palapala, que se baila con el poncho imitando el aleteo del
cuervo, o la vidala. Estaba enloquecido con todo eso don Andrés. “Por dos años fui al patio de su casa donde
nos enseñaba, con orquesta entera, más de cuarenta danzas. Aprendí el gato, el
bailecito, la firmeza, la mariquita, el pala pala…el nos enseñó a amar, no a
memorizar…”. Otra vez, de persona a persona.
Sin televisión ni computadoras ni
celulares ni Netflix el problema para los jóvenes santiagueños de los años
treinta, al menos para los que rodeaban a la familia Abalos, era qué hacer de
19 a 21. “Sacábamos el piano al patio.
Machingo y Adolfo, que nos llevaban 10 años, invitaban a sus amigas y amigos, y
nosotros mirábamos cómo se divertían”. Vitillo recuerda que Enrique Farías
Gomez, el papá de los Huanca Hua, tocaba el ukelele en su casa. Que también
tocaban un banjo. Que casi todas las tardes se tocaba, cantaba y bailaba, y que
a la hora de cenar, se despedían. “Todos
eran muy buenos aficionados. Mamá tocaba el piano, papá hacía acordes con un
librito, en esa época se veían mucho los estilos”, dice. Después se
modernizaron. Su padre fue a perfeccionarse a Alemania, y de allá trajo un
mueble precioso para escuchar discos de pasta. “Escuchábamos desde Caruso hasta Andrés Chazarreta y Carlos Gardel”,
dice Vitillo.
Después, los Abalos volaron a
Buenos Aires. “Llegamos al año 1939,
porque en Santiago había escuela primaria y secundaria, nada más”. Machingo
se recibió de médico odontólogo en Buenos Aires, Adolfo de bioquímico y
farmacéutico en Tucumán, Roberto estaba en Paraná Entre Ríos… “Entonces mi padre hace una casa acá, para
centralizar y que sea más económico. Machaco y yo terminamos en el Nacional
Sarmiento. No veníamos a conquistar la ciudad con nuestro folklore, pero acá se
nos despierta una tremenda añoranza”. A todo el mundo le explicaban que era
una chacarera. “Al final le pedimos
permiso a mi padre para difundir. Hizo esa segunda casa en la calle Santiago
del Estero y Avenida Belgrano, para no extrañar tanto”.
Ya eran los hermanos Abalos. En
1941 alquilaron un lugar en Av. Santa Fe esquina Paraná, Versalles. Era un
subsuelo grande. “Buscábamos actuar,
porque todos nos decían muy lindo lo que ustedes hacen pero aquí nadie conoce
eso. No éramos negocio. No se conocía la cosa criolla”. Lucas Demare les
pidió la música para la película La Guerra Gaucha y más tarde pudieron tocar en
Radio El Mundo. “Ese fue nuestro
trampolín. Se empezó a hablar de los hermanos Abalos”. En 1945, en Santa Fe
1713, crearon el Estudio de Arte Nativo Hermanos Abalos. “A la gente le llamaba la atención nuestra manera de actuar. Además de
ser cinco hermanos éramos cinco cantantes, cinco músicos y cinco bailarines.
Éramos como 15”, bromea Vitillo. Llevaron su música a todo el mundo. “La gente iba de asombro en asombro, pero no
es lindo ser el primero en todo”, dice Vitillo, que se queja del escaso
repertorio folclórico que había en sus comienzos. “Nuestra música es más joven de lo que la gente piensa”, advierte.
En 1947, en la calle Esmeralda, entre Santa fe y Charcas, abrieron su famosa
peña Achalay Huasi. “Estaban de moda las
boats, Tucán, Embassy, y en plena plaza San Martín aparecimos los Abalos.
Después aparecieron las grabaciones, en 78 rpm…”, dice Vitillo. Lo demás,
es historia conocida. Tocaron y bailaron 60 años juntos, recorrieron el mundo,
llegaron al Colón. Y ahora sólo queda Vitillo, que mantiene viva la llama.
En su mesa del comedor hay un
recorte de Clarín del día en el que murió Eduardo Falú. “No sabía que tenía unas lágrimas guardadas para él”, dice Vitillo.
Y enseguida habla de un tema suyo que rebotó en el último tiempo, Agitando
pañuelos. Lo rescató el dúo Coplanacu, y
después Mercedes Sosa. Vitilllo cuenta su origen. “Salíamos
en tren de Constitución, un paisaje urbano. Y veo a una pareja despidiéndose
allí, con los pañuelos”. Lo demás fue trasladarlo a un contexto rural, con
el ritmo de zamba. Es una zamba. “Cuando
parece que los leños se van acabando, pasa como con el Ave Fénix”, dice
Vitillo. Se refiere a los huecos que dejaron Mercedes Sosa, Falú, Los
Chalchaleros, Ariel Ramírez, Los Fronterizos. “La gente los tenía, y dónde están. No podemos dejar de observarlo. Son
muchos los que se han ido. Despacito, hay otros que piden su lugar”,
sugiere. Pero no muy convencido.
Enseguida piensa en Jaime Torres
y Hugo Díaz, en cómo revolucionaron dos instrumentos como el charango y la
armónica. “Antes de ellos era un juego
para chicos”, dice. Generoso, habla del santiagueño como un ser rítmico,
que incluso antes de la colonia se desahogaba a través del canto, la danza, la
música. Orígenes del arte popular argentino. “Es lo mesmo pero no es los mismo, es lo mismo pero no es lo mesmo”,
dice Vitillo. Y explica: “En Cuyo, el
bombo no. En Santiago al revés, si no está, nadie va. Algunas regiones se dan
el lujo de tener tres idiomas anteriores al español. Aymara, quichua, guaraní.
Es un lujo”, dice y rescata esa riqueza. Les tocó a ellos abrir puertas a
los que vinieron. “No estaban ni Los
Chalchaleros, ni Falú, y Atahualpa, cuando lo encontrábamos por el norte y le
preguntábamos qué hacía, nos respondía ‘aprendiendo’”.
Vitillo se acostumbró a querer a
Buenos Aires. Hace dos programas de radio y todavía pide más. “Se me escapó radio ciudad”, dice. Y
viendo esta urbe cosmopolita pide argentinizar al habitante de la Argentina.
Habla de la riqueza de otros tiempos. “¿Ustedes
saben que la declaración de la independencia se redactó en Aymara, quichua y
castellano?”, pregunta. Dice, polémico, que el tango triunfa por el agarre,
por el machimbrado. Y que el bolero tuvo su éxito por lo mismo. Y si lo
apuramos va y viene por su casa recuperando escritos y partituras, orgulloso de
sus Hermanos Abalos. “Cualquier viaje en
auto se convertía en una reunión de directorio”, recuerda. Pero no quiere
hablar de los intérpretes, ni de sus temas más famosos. “Cuando el pueblo canta tu música sin saber de quién es, esa es la mejor
manera de pasar a la historia”. El folclore es rico y es de todos, desde
México al sur. Todavía hay quienes pueden contarlo.
Fuente: www.revistaenie.clarin.com/
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