Por Jorge Rosenberg
Municipal y socialmente deleznable, la destrucción del Parque de Grandes Espectáculos resultó un atentado contra la salud física y mental de la población de Santiago del Estero.
Si uno se pone a pensar en términos organicistas, la plaza Libertad es el ombligo de la ciudad, y el maravillosos Parque de Espectáculos ha sido durante muchos años su corazón palpitante. Ahora que los destructores de la salud pública yacen en el olvido, voy a intentar revivir aquello, impulsado por el aroma de sanitarias y jazmines que traen de regreso en el plumaje por los pájaros del parque.
Situado en el mismísimo centro del parque Aguirre, obra irreemplazable de Guillermo Renzi, cercado por una tapia blanquecina, el Parque de Grandes Espectáculos oficiaba de Edén en la escatología de los bailarines santiagueños de la noche. Ya ubicados, queridos comprovincianos, no tenemos más remedio que ir a bailar, divisar una mujer entre aquellas sillas de lata, junto a sus padres y hermanos, llegar más cerca después de haber caminado como cincuenta metros para cruzar la pista y con un indefinible ademán invitarla a danzar, si no estaba sudada, claro, como le habían contestado a uno una vez. ¿Qué lujo, no?, o como aquella vez que me han contado que le había dicho un señor a una señorita “¿Bailamos?”, recostada muy displicente en el respaldo de la silla, estirando la pierna le había contestado. “Estoy comprometida bailar con ese otro”, señalándolo con la pata.
Yo miraba aquello con ojos de niño, no conocía el horror, no concebía el sonido de la palabra desesperanza. En aquel lugar no cabía la desesperanza, miraba con ojos de jabón Pinche que me daba la luna en una ciudad rampante, de gran escozor en su nuca, una ciudad con sangre de pájaro y que hacía escribir a algunos poetas con esa sangre en el blanco y negro de una hoja blanca de papel.
El Parque de Grandes Espectáculos tenía cien metros de largo y como cuarenta de ancho, tenía en sus laterales de afuera veinticuatro bancos como banco de mosaico combinado con mayólica de colores. Así como la ciudad de Amsterdam es un jardín de tulipanes, así como la inimaginable Saba era el país de las especies, aquellos costados de afuera del Parque de Espectáculos eran como me imagino debe haber sido un Edén. En esos costados escondíamos el amor para protegerlos de los malos tratos y de una sociedad limpia y pura que nos mandaba la policía, besos a hurtadilla, al esplendor de una mujer y un hombre en la cima de la vida. Los dos bancos de madera estaban en la entrada, mamita mía, aquella pieza vacía y sin techo de la parte de atrás de la confitería El Kakuy, justo al frente de la entrada, mamita mía, la policía no nos dejaba en paz, la policía siempre fue insistente en eso, por entonces uno no sabía si besaba los labios de una mujer o la jeta de un caballo, qué tiempos. La macana era que tampoco nos dejaban vender bombitas por arriba de la tapia en carnaval. No nos dejaban besar, no nos dejaban vender, realmente existe una generación de santiagueños que ha conocido varios horrores, no solamente uno.
Fragmento extraído del libro “Zoco I”, de Jorge Rosenberg
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