El Clima en Santiago del Estero

25/3/15

Medellin del Soconcho, La ciudad perdida


El conocido refrán que afirma que “segundas partes nunca fueron buenas” se aplica de continuo también al vasto campo de la literatura. Es lo que se define cinematográficamente con la palabra “remake”. Y en el estrecho espacio de las excepciones ubicamos a “La ciudad perdida”, relato de Oreste Edmundo Pereyra que con altura puja con “La conquista”, producto de la imaginación de Ricardo Rojas proyectada sobre toda la primera parte de su obra “El país de la selva”. Inventiva enriquecida por su manejo del idioma y en menor medida por aportes documentales históricos referentes al ingreso de Diego de Rojas – al decir de José Andrés Rivas – “a ese territorio de sierras escasas, leves llanuras, árboles bajos y descansadas obras, al que hoy llamamos Santiago del Estero”. En nada desmerece a su antecesora el prolijo trabajo de Pereyra, cuya versión transcribimos seguidamente.

Casi sin hablar continuaron avanzando por ese universo de pesadumbre, alucinados por las riquezas que todos mencionaban pero que nadie jamás encontró. Únicamente el bullicio de los pájaros en la espesura competía en estridencias con el ruido seco de los casos de los caballos, los que ahogaban por momentos, los pasos de los hombres. Cuando Diego de Rojas extendió su brazo la marcha enmudeció y todas las miradas convergieron al caudaloso oleaje indígena que portaba en angarillas al cacique mutilado. El jefe de la expedición miró absorto los cuerpos broncíneos que rodeaban al cacique, el que parecía una figura irreal puesta en la estera desde hacía años, tal vez siglos, exhibiendo su única pierna y su único gesto hosco. Acostumbrado a las decisiones rápidas, Diego de Rojas dijo al sacerdote:

- Padre Galán, le confiero a usted la misión de parlamentar con los indígenas-
- Pero... - alcanzó a musitar el sacerdote tomado de sorpresa.
- No admito excusas en esta empresa -replicó Diego de Rojas-. Sé que usted me dirá que es hombre de paz, justamente por eso lo envío. Lo acompañará un intérprete.

Al momento partieron y al momento estuvieron frente al cacique cuyo rostro desde cerca ofrecía un aspecto mucho más cruel. El sacerdote por boca del intérprete explicó a Canamico, el jefe indio, que no buscaban la guerra sino la paz; que sólo pretendían explorar esas regiones, por eso habían venido de tan lejos, desde el Perú y antes del Perú, desde España, que era un lugar que quizás ellos no conocían... Y siguió con la retahíla de palabras que el cacique parecía no dar importancia, porque en ningún momento se ablandaron las aristas de su rostro pétreo. Al concluir las explicaciones, la voz del cacique sonó imperiosa:

- Yo exijo a todos los invasores que abandonen estas tierras de inmediato! -
La orden no ofrecía réplicas, sin embargo, el sacerdote en un supremo esfuerzo conciliatorio dijo al intérprete:

- Contéstele que creemos que no ha entendido bien nuestra misión, puesto que nadie trata de usurpar sus dominios. Por la cruz que nos ampara -remató- dígale que buscamos - únicamente explorar estas tierras sin causar daño a nadie -.

Canamico respondió con una ráfaga mortífera de autoridad que envolvió su cara de un tinte más sombrío y sus ojos de un fuego más intenso. La rabia contenido por el jefe indio vaya a saber cómo, abrió su cauce a la corriente impetuosa y el sacerdote sintió que el miedo, un miedo terco, envolvente, le circulaba por todo el cuerpo haciéndolo navegar por un mar de temblores. El sacerdote, dando rienda suelta a su pánico, echó al galope su caballo seguido por el intérprete.
En un abrir y cerrar de ojos los sables se enhestaron y los arcabuces se prepararon a sacudir su modorra, pero debieron permanecer inútilmente dispuestos al ataque porque los indios ni siquiera habían pretendido iniciarlo y permanecían allí como adheridos a la tierra.

En medio de la indecisión, de la duda, Diego de Rojas apretó las piernas a su cabalgadura y se dirigió al cacique, pero antes de llegar un cerco de indios le cerró el paso. Porfiando en su intento lanzó varias veces su caballo contra el círculo que se distendía para volver a constreñirse pasado el empuje. Ante la tormentosa amenaza los soldados se fueron acercando sigilosos y en un momento dado, sin saber por qué -quizás fue el instinto o tal vez las lanzas que se levantaron sospechosas- urgieron sus caballos y fueron hundiendo los aceros en los cuerpos semidesnudos. Los aborígenes, tomados de sorpresa, retrocedieron dando gritos de espanto al ver el reguero de sangre sobre las matas de pasto de la llanura devastada. Pero el grito de la sangre enardecida los llevó a arremeter nuevamente pese al avance arrollador de la caballería que les causaba un temor supersticioso, porque en ella los indios no sabían diferenciar al hombre del bruto, los que de pronto se convertían en una unidad fantasmal con cuatro patas y dos brazos.

Canamico vio como sus guerreros sepultaban el miedo y la vergüenza en la insidiosa vegetación y una mueca de disgusto le robó el rostro. Se sintió de pronto, inertne, como un huérfano grande a merced de sus enemigos.

Cuando Diego de Rojas se acercó, el cacique irguió la frente dispuesto a que se cumpliera la sentencia. Sin recelo, escrutó a su oponente. Durante un segundo las miradas de ambos jefes se cruzaron. La una reflejó la soberbia en la derrota, la otra, la altivez del vencedor, ambas el espíritu indómito de dos razas encontradas. Diego de Rojas comunicó su resolución al intérprete y se alejó. Al enterarse Canamico que el jefe blanco le había perdonado la vida, cambió su decisión anterior y le permitió transitar por sus dominios. En medio de tanta desolación, el gesto reconfortó a Diego de Rojas. Al día siguiente los expedicionarios iniciaron el regreso a Tucma, en donde entraron sigilosamente y en donde también, a diferencia de la vez anterior en la que no encontraron ni indios, ni alimentos, hallaron al poblado en plena actividad. La presencia de los desconocidos suscitó al principio cierta curiosidad, la que se fue amortiguando con el correr de los días mientras esperaban la llegada de Felipe Gutiérrez y sus soldados.

Las chozas de rama y paja que constituían el asentamiento indígena, se extendían sobre un claro con escasa vegetación que pugnaba por sobrevivir, hollada constantemente por el hombre. En uno de los flancos, los maizales en flor aparecían como recostados en los faldeos montañosos cuyos árboles azules se esfumaban entre los contornos indefinidos del firmamento.

Nada pudieron averiguar durante su permanencia en Tucma, y pese a las gallinas que allí se criaban, las que habían despertado la curiosidad y exacerbado la fantasía, la presencia de otros hombres blancos se convirtió en una posibilidad remota. Los días se deslizaron tranquilos, casi monótonos. Los aborígenes proveían a sus necesidades en forma elocuente. Pero al quinto día, al despertar, todo se volvió brumoso como un sueño apenas soñado, porque sin poder entenderlo muy bien, los indios habían desaparecido y con ellos los alimentos. Con minucioso afán revolvieron las chozas y no encontraron nada. Todo se lo había tragado el monte en cauteloso silencio.

Y como si el destino los impulsara siempre a proseguir, abandonaron Tucma. Poco a poco fueron dejando atrás las montañas y luego la llanura inclinada que se desbordaba plena de colores y se internaron en el paisaje indócil, henchido de tuscas, algarrobos, chañares y talas que se enmarañaban en sucesivos acoplamientos y permitían la proliferación confusa de las formas. Luego pasaron por entre las crenchas de los aibales que cobijaban a los guanacos que pacían insolentes más allá, en las abras solitarias.

Diego de Rojas sintió de pronto que el cansancio trepaba en cada movimiento de su cabalgadura y se le enroscaba al cuerpo, pero prosiguió la marcha a Soconcho, lugar que no conocía y en el que sin embargo, le habían asegurado que podría abastecerse. Desde que desechó el camino de los Incas rumbo a Chile y se internó por la abrupta quebrada abierta a pico y azadón por sus hombres, nada podía detenerlo, ni siquiera el rumor supersticioso de los soldados que ahogaban sus protestas en voz baja porque se internaban cada vez más, en busca de una tierra que nadie les había prometido. Pocos sabían que la decisión de Diego de Rojas de no continuar a Chile la tomó entre los indígenas de Chicoana, cuando le indicaron que trasponiendo las montañas había hombres blancos que criaban gallinas.

- Hombres blancos que crían gallinas?- preguntó a su asistente sorprendido.
- Que crían gallinas?- volvió a preguntar como para certificarse de su propia incredulidad.
Y la imaginación calenturienta asoció a los hombres blancos con la ciudad perdida, con la ciudad de los Césares, la de las casas recamadas de oro y pedrerías que el pensamiento febricente elaboró en largas noches de insomnio desde las cavernas mismas de la irrealidad.

Y el rumbo fue torcido y las gallinas aparecieron y los hombres siguieron navegando por esas fuentes caudalosas de la fantasía sin poder encontrar ni vestigios de la ciudad que enajenaba los sentidos con sus riquezas y cuyo cordón umbilical era un río de plata que nunca vieron y del que nunca les contaron nada, porque se había perdido mucho antes que naciera, en las noches sin imaginación.
Soconcho los recibió con sus odres fecundas repletas de maíz, de frutos silvestres y con sus gallinas y patos que se criaban en fraternal convivencia. Pero no permanecieron allí mucho tiempo porque la sed de aventuras los reclamaba desde el fondo de la sangre. De Soconcho a Salavina, de Salavina nuevamente a Soconcho persiguiendo siempre algún indicio de la ciudad de fábula que se convertiría con el correr del tiempo en una realidad inventada, pero que les era, sin embargo, más reconfortante que una realidad sin espejismos.

II

En Soconcho la tarde se alargaba en el misterioso silencio de los árboles. El capitán Diego de Rojas comprobó que el desaliento lo invadía y aunque trató de cerrar los ojos para descansar, no pudo hacerlo, porque los últimos girones de la tarde se poblaron de movimientos furtivos, de murmullos apagados.

- Quien va? – gritó el vigía y la voz de alarma sobresaltó a la tropa por segunda vez. En la primera habían apresado a dos indios espías, ahora sacudía el vientre de la tierra un resonar imperiosos de cascos.

- Quien va? – gritó nuevamente el vigía tratando de romper con su mirada los primeros velos del anochecer. La segunda inquisitoria, hizo que los soldados se prepararan para el ataque,
- Dios salve al rey! – fue la respuesta y sin mediar otras palabras, los hombres de Felipe Gutierrez se desprendieron de sus cabalgaduras y abrazaron a sus compañeros. Al poco tiempo, la noche se pobló de risas, de cantos entonados a media voz, los que se confundían con los aullidos lejanos perdidos en el monte.

En medio del bullicio Diego de Rojas y Felipe Gutierrez se alejaron para cambiar impresiones y soñar juntos los viejos sueños de la ciudad perdida, la de las riquezas fabulosas que ahora, en la restaurada fantasía de ambos, podía quedar cercana a un lugar que los indios llamaban Macajar. Hasta bien entrada la noche organizaron la nueva expedición. Todos los detalles se tuvieron en cuenta, hasta el agua que debían llevar en las calabazas y los zurrones. Finalmente el cansancio, llamó al reposo.
Al día siguiente, cuando el sol había iniciado su carrera en el horizonte se prepararon las vituallas, el agua, las armas y otras cosas indispensables, de manera que a las tres horas no quedó en el lugar un reguero de desperdicios, entre las cenizas calientes de los fogones recién apagados.

Los demás siguieron como sonámbulos por ese paraje de pesadilla, bordeando quebradas y cauces de arroyos secos, con los ojos extraviados, con la fiebre navegándole por el cuerpo. Sin embargo, el tercer día cuando las esperanzas se creían perdidas, densos nubarrones que giraban en el firmamento trajeron algo de optimismo. Poco después los truenos sacudieron la tierra y desde el cielo se escaparon las primeras gotas que resbalaron los largos y desaliñados cabellos de la aventura, para proseguir su empuje por los rostros curtidos y sudorosos. En el preciso instante en que la lluvia comenzó a arreciar, muchos soldados se echaron de espaldas en el suelo tragando con desesperación, lentamente, el fuego de sus gargantas.

La marcha prosiguió lenta y fatigosa hasta llegar a Macajar, pero nuevamente allí la decepción. Los indios habían desaparecido dejando únicamente en las chozas el rescoldo caliente de su presencia. Diego de Rojas echó una mirada en derredor y aunque su olfato de guerrero le indicaba la presencia de un peligro cercano, ordenó a la tropa desmontar y establecer en aquel lugar sus reales, porque le era necesario abastecer a la expedición antes de continuar la marcha. El jefe español no se equivocaba. El peligro estaba latente, oculto en la espesura, en donde el cacique Sinchiuaina esperaba junto a sus hombres, mientras que un indio sobre el árbol que le servía de atalaya, observaba vigilante cada movimiento de la tropa.

Apenas los soldados de reconocimiento se movilizaron, el vigía dio la voz de alerta y los indios atacaron a la patrulla desde los lugares menos esperados. Cinco soldados lograron huir pese a la rapidez de la maniobra que los había tomado por sorpresa. Solo uno quedó prisionero. La lucha se había declarado y la mansedumbre de la siesta se rompió de pronto con los gritos guturales y la danza guerrera de los indios que hacían sonar sus crótalos como una invocación divina a la victoria, en tanto los clarines de la tropa alargaban su estridencia despertando al monte adormilado.

El jefe español observó el avance de los indios que cruzaron el linde del bosque por donde se escapaba el llano y prosiguieron avanzando por el abra, algunos con el torso desnudo, otros ataviados con ponchos y vinchas, los menos cubiertos con sus vestimentas sacerdotales de pieles de pumas y leones, cuyas temibles cabezas sobresalían como yelmos. Aún después de tantos años de guerra Diego de Rojas sintió el mismo desaliento en las rodillas como la primera vez. a la voz de ataque la caballería, espada en mano, cayó sobre el enemigo hiriendo a diestra y siniestra. En el momento en que la caballería se replegó, los infantes parapetados tras de los árboles descargaron con precisión los arcabuces. Esto no hizo sino acrecentar un vago temor en los indios, temor que se remontaba a años lejanos, a tiempos sin tiempo en los que les habían augurado que seres extraños estaban vendrían a sojuzgarlos y esos seres extraños estaban frente a ellos, desafiándolos con el rayo mortífero que habían robado del cielo. Al atardecer los indios retrocedieron y buscaron refugio en la espesura. Con las primeras sombras de la noche los soldados recorrieron el campo de batalla, recogiendo a los camaradas heridos y dando el tiro de gracia a los enemigos moribundos. La segunda batalla fue tan encarnizada como la primera. Los contendientes redoblaron los esfuerzos sin darse reposo. Al tercer día, desde puntos lejanos, fueron llegando numerosas tribus que alimentaron al primitivo ejército provisto de hachas de piedra, mazas, garrotes, hondas, bolas de piedra, arcos, saetas, voladoras y lanzas.

Como era de esperar, los indios atacaron con furia descontrolada, pero los españoles respondieron con idéntico fragor. Nadie quería darse tregua, por eso la tarde se pobló de una intrincada maraña de rodelas, cotas, yelmos, ponchos, plumas y cuerpos broncíneos. Por todas partes aceros, descargas de arcabuces, silbidos de flechas, ir y venir de soldados y de indios. Por todas partes espanto y muerte.
En medio del combate sintió nuevamente el cansancio que no era otra cosa que el peso de su propia frustración, la que le había ido deshilachando todos sus sueños. Por esto tal vez espoleó violentamente al animal y se dirigió a donde la lucha era más reñida. De pronto un dolor profundo la sacudió el muslo. Sin tener tiempo a detenerse vio que una flecha le mordía la pierna, pero siguió luchando con mayores bríos. Solo cuando los últimos indios se dispersaron pudo Diego de Rojas apoyar la cabeza en un árbol. Luego escupiendo su rabia, arrancó de un golpe la flecha. Con el correr de las horas el dolor se fue ampliando. Esa noche se apretó con desesperación la pierna como tratando de ahogar el sufrimiento.

- Don Diego – le dijo el sargento que lo acompañaba en el instante en que lo vio un poco más aliviado – sé que lo que voy a decirle es un tanto embarazoso, pero creo que es mi deber informárselo.

- De que se trata? – preguntó el jefe español.
- La tropa murmura – fue la escueta respuesta.
- Murmura qué? – inquirió en medio de su agotamiento.
- Si pregunta cualquiera podrá informárselo – dijo a manera de explicación el interpelado. – Como se habrá dado cuenta no quiero ser yo quien se lo diga y verme envuelto en un escándalo.-
- Basta, por Dios! – replicó Diego de Rojas – Nada hay peor en la boca de un hombre que un secreto callado a medias. Eso es maleficiencia, Rodriguez ... Quiere hablar ahora?
- Es sobre su extraña enfermedad Don Diego, y sobre esa mujer, la Enciso -.
- Pero qué tiene que ver mi enfermedad con ella? – preguntó molesto.
- A ciencia cierta, nadie cree que la flecha pudiera causarle tamaña enfermedad. Por lo menos nadie recuerda que haya ocurrido en otros. Lo que se dice, es que su mal tiene que ver con los guisadillos que la Enciso preparaba para usted por orden de Don Felipe Gutierrez. Ya sabemos que Don Felipe debe sucederle en el mando y si esos guisadillos estuvieron envenenados como se supone, es fácil adivinar, quienes son los autores de su desgracia.

La noticia cayó sobre él con todo el peso de su artera desnudez. Nada le podía parecer extraño a Diego de Rojas, ni siquiera la ambición de Felipe Gutierrez, o la de su amante Catalina de Enciso, porque la ambición reptó siempre sigilosa en torno a la tropa. Los acontecimientos contribuyeron a poblar sus escasos momentos de sueño, de la figura fantasmagórica de Catalina de Enciso, en raros exorcismos en medio del monte inexcrutable.

Al día siguiente los dolores se habían intensificado y cuando Felipe Gutierrez y Catalina de Enciso se arrimaron al lecho del enfermo, éste los increpó.

- Se atreve usted a presencia el tormento que me ha impuesto por manos de esa mujer? – dijo a Felipe Catalina de Enciso. Con la voz distorsionada por la ira continuó llenándolos de improperios, acusándolos de haberle dado el veneno para usufructuar el cargo.

- No sé quién pudo haberle dicho tamaña infamia – contestó Felipe Gutierrez. Le juro por mi honor... Pero no puedo continuar porque las palabras injuriosas ahogaron todo razonamiento y avasallaron hasta las lágrimas de Catalina de Enciso.

- No quiero oír ninguna otra sandez – gritó finalmente Diego de Rojas – Retiráos inmediatamente de mi presencia – agregó señalando la puerta. Felipe Gutierrez y Catalina de Enciso abandonaron la habitación.

- Qué debemos hacer? – preguntó la mujer consternada.
- Solo nos resta esperar. Quizás la patrulla capture algún indio y nos diga que les ponen a esas malditas flechas. Es el único medio de desbaratar esa patraña – terminó diciendo con disgusto Felipe Gutierrez.

A la mañana siguiente un indio prisionero reveló el misterio. A las flechas habían comenzado a colocárseles el juego venenoso de ciertas hierbas que él decía desconocer. La orden fue que los soldados debían arrancarle el nombre a cualquier precio. Al cuarto día el infeliz, con las coyunturas desarticuladas, murió sin revelar el secreto que tal vez ni siquiera conocía. En ese lapso, el dolor se fue enraizando en las fibras íntimas del cuerpo de Diego de Rojas y para sofocarlo comenzó a revolcarse como un poseso por el suelo, pero continuó sintiendo, pese a sus esfuerzos desesperados, que desde dentro le arrancaban de cuajo las entrañas. En vano trató de domar su angustia porque ésta se le había encabritado más allá de la carne.

Cuando una noche el dolor y la fiebre cerraron sus ojos cansados, una vaga figura reclamó su presencia. Con ella cruzó en silencio la sombra tendida en la llanura y se adentró en el corazón secreto del bosque. Y allí, por fin, sus manos temblorosas se extendieron hacia la ciudad perdida, la de las casas recubiertas de oro y pedrerías.

- La ciudad... La ciudad perdida – alcanzó a musitar.
- Don Diego, qué siente usted? – preguntó el sacerdote que velaba junto al lecho del agonizante.
En ese instante Diego de Rojas abrió los ojos bañados de asombro, pero los volvió a cerrar. Enseguida un breve estremecimiento y un jadeo sacudieron el cuerpo que, sin embargo, continuó flotando por entre el brillo empecinado de la ciudad, hasta quedar convertido en polvo de oro.
Cuando el sacerdote apretó en el aire la señal de la cruz, una torcaza solitaria, perdida en el monte, comenzó a llorar la tristeza de la noche
Fuente: Fundación Cultural Santiago del Estero

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