Las noticias de su existencia son tan remotas como las de Manogasta, Tuama y Sumamao, con las que conformaban una región densamente poblada por aborígenes. Según algunos autores su nombre proviene de la denominación de la parcialidad de indígenas que vivía en el lugar, los silípicas, nombre con los que aparecen mencionados en algunos escritos, como asi también el de jefe el cacique Chanamba de indomable fama.
Los españoles como en toda la región, sentaron sus reales
apropiándose de tierras y de vidas, dando un vuelco a nuestra historia, que
transformo también la geografía física y social, en la que cobran vida estos
nuevos espacios donde han quedado marcados profundamente, cada uno de los
colores, de las voces, de las creencias, en una compleja trama que se resuelve
en un presente que aun busca su propio camino.
Aun conviven, la salamanca de Pozo Ckómer con sus aquelarres
de brujas y el séquito de “estudiantes”, practicantes de las artes diabólicas,
con la devoción a la Virgen de Monserrat, que el 2 de febrero pone en vuelo las
viejas campanas y da riendas sueltas al festejo popular, mezcla de fervor
religioso y espíritu festivo, que alterna rezos, con bailes, cantos y abundante
comida.
Pero la historia, tira para atrás, y nos vuelve allá, por
año 1682, cuando D. Juan Lasso de Puelles, un importante doctor de la Iglesia,
comisario de Santa Cruzada, creó la Capellanía de la Virgen de Monserrat, donde
también funcionaba su estancia, un lugar que hoy se recuerda, como las Tejas,
por la gran cantidad de tejas coloniales, parte de la techadumbre de este viejo
establecimiento, cuyas ruinas apenas afloran entre la maraña del monte y el
silencio de un largo olvido.
Historia del lugar, que por ser camino también recuerda los
pasos de la beata Antula, en su peregrinación hacia Buenos Aires. O más
adelante, las marchas de Ortiz de Ocampo, Castelli, Belgrano y San Martin, o el
triste fin de Sacarías Ponce, soldado desertor, que fuera fusilado a mediados
del siglo XIX, y que el sentimiento popular aún atesora, en la calidez de su
recuerdo, como solo sabe hacerlo con aquellos hijos del pueblo que murieron víctimas
de la injusta violencia del poder.
Retazos y retazos de historia, que cobran forma y se
materializan en las manos rugosas y en la mirada calma, profunda de tiempo, de
cada mujer y de cada hombre que con sus brazos, aún sostienen la vida.
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