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Cómo fue que los santiagueños bautizaron un lugar céntrico y después hallaron la excusa para colocarle estatuas
Mi abuela, nacida en 1909, se casó joven con mi abuelo, de soltera vivía a media cuadra, sobre la Avellaneda, en una casa que ahora es una playa de estacionamiento y me contó la historia, si quiere oírla ahí va.
Recuerda que las mujeres de Santiago se alborotaron cuando llegaron a la ciudad un abogado, hijo de una prominente familia, como decían antes, que había ido a estudiar a Santa Fe y ahora volvía con el título para colgar en el estudio y su joven esposa para llevar del brazo, una santafesina muy bella. Y muy pizpireta. Como que daba bastante confianza a los amigos y conocidos del marido y a otros maridos también.
En esta breve referencia se evitarán los nombres propios de
los protagonistas, en atención a que sus descendientes directos todavía viven
en Santiago, tienen apellidos conocidos en el medio, algunos con prosapia,
prestigio y dinero, otros con prosapia y prestigio y los demás con prosapia,
pero sin prestigio ni dinero.
Hay historias como esta en todas las ciudades y es probable
que se pierdan para siempre si alguien no las escribe, no las cuenta en letras
de molde, anécdotas que todos saben en la pequeña comarca o en un círculo
determinado de gente. Son cuentos que no vienen al caso, pero ayudan a entender
un tiempo o, como en este caso, saber el porqué del nombre que los lugareños
otorgaron a una pequeña placita.
Hubo cotorreos, como que, en una cena, la mujer aquella se
detuvo a hablar con un ministro del gobierno provincial más tiempo que el
permitido para saludar a un hombre ajeno que, para peor había ido sin su
señora. También se comentaba sobre la manera de regalar sonrisas a todos los
varones y una mirada que, digámoslo porque es verdad, mareaba desde la profunda
hermosura de sus ojos verdes. Era una ciudad en que todos conocían a todos y
sabían de la vida, la obra y los milagros del resto.
Los comentarios malintencionados saltaban las tapias,
corrían por los patios en que las señoras se invitaban a tomar el té, cruzaban
presurosos los pasillos de las oficinas públicas, volaban al campo llevados en
sulky, viajaban de ida y vuelta de Santiago a La Banda.
Pronto le hicieron el vacío a la mujer aquella, pocos la
saludaban cuando salía a la calle, casi nadie la visitaba y algunas se cruzaban
de vereda cuando la veían venir de frente, para no tener ningún roce. Nunca
nadie la había visto en misa. Joven y
recién casada, no se embarazaba como correspondía a una buena cristiana. Seguro
que andaba con esas cosas modernas que, vaya uno a saber qué eran, para qué
servían o cómo funcionaban, pero hacían mucho daño a las familias decentes,
che.
El runrún se fue haciendo cada vez más grande, comentaban
que andaba con el marido de una al mismo tiempo que coqueteaba con el novio de
otra, dos matrimonios andaban a las patadas y a punto de separarse por culpa de
la “Cosa”, como le decían, para no nombrarla directamente.
En la esquina de Avellaneda y Buenos Aires todavía estaba en
pie la que había sido la casa de Pedro San Germés, el que había estafado a
varios santiagueños, llevándolos a la ruina, con el cuento de los ingenios
azucareros, y justo ahí, quizás por comodidad, se reunían las mujeres cuando
iban o volvían del mercado, para pasarse los últimos chismes de esta mujer. A
todas quedaba a mano esa bendita esquina, sobre todo a las que vivían en lo que
había sido el barrio de las Catalinas y un poco más allá también.
Un caso se dio cuando, en una cena que ofreció el gobernador
en su casa, para agasajar a un viajero francés que andaba de visita por
Santiago, la “Cosa” se le tiró encima, y se ofendió el gobernador con quien
parecía que también tenía algo, según se comentó. Dicen que hubo un reto a
duelo entre el francés y el gobernador, luego frustrado por interpósitas
personas, aunque otros sostienen que casi se fue a las manos con el marido, a
quien, en aquel lugar, testigo de tantas palabras malintencionadas que andaban
dando vueltas, llevadas por el viento de la maledicencia, llamaban “el Pelele”.
También se comentaba el caso de cierto teniente primero del
Regimiento 18, que una tarde se presentó en el hogar del matrimonio, dispuesto
a llevársela de prepo, abandonando carrera, esposa e hijos pequeños, dejando
todo al diablo. Referían que el Pelele lo había consolado porque ella lo
rechazó diciéndole que estaba enamorada de su marido. Oiga, toda una descarada,
la mujer aquella: el resto del mundo la había condenado, ¿o todavía se iba dar
aires de mosquita muerta?
La cuestión es que, mientras algunos la llamaban la Esquina
de las Chismosas, para otros era el Rincón del Pelele. Diga que en la comuna no
hallaron —o no buscaron, vaya usté a saber— la estatua de uno que tuviera cara
de pelele, porque le hubieran puesto ese nombre y los Castiglione ahora andarían
ofendidos a muerte con los políticos fundacionales o no, de cualquier partido.
En esos días hubo un comerciante conocido del medio que,
atribulado por una montaña de deudas, se pegó un tiro en medio de la frente.
Era vecino de la “Cosa”. Imaginesé, los chismes cobraron otro vuelo, sumados a
las conclusiones, deducciones, derivaciones y secuelas que se iban sacando,
siempre en la esquina de Avellaneda y Buenos Aires.
Después, un buen día mermaron las habladurías sobre la
mujer, ya sea porque no hubo más que agregar o porque habiendo llegado a lo
máximo, cualquier otro chisme era irrelevante. Más tarde, se embarazó y se
perdió el interés por los comentarios que la tuvieran como protagonista, aunque
hasta el día de su muerte el resto de las mujeres se cuidó de llevar a sus
maridos donde estaba ella, eso que falleció a los ochenta largos.
Desde aquel tiempo se supo en Santiago que, si dos o más
mujeres estaban reunidas en esa esquina, seguro que estaban pasando un chisme.
Cuando demolieron la casa de San Germés para hacer la
placita, nadie dudó en llamarla “la placita de las Chismosas” y al cabo de un
buen tiempo, la Municipalidad tuvo el buen tino de ubicar las estatuas en el
lugar. Es creencia popular que su nombre viene de las estatuas. Sirva esta nota
como desmentida, para que se sepa de manera fehaciente que primero fueron las
chismosas y luego llegaron la plaza y las simpáticas figuras que la adornan.
Hoy Santiago es una ciudad moderna y pujante, muchas de las
viejas costumbres se han perdido u olvidado para siempre. Sirva entonces esta
breve anécdota como recordatorio de lo que alguna vez fuimos, mucho antes de
que nacieran nuestros padres, cuando el mundo era niño y andaba en bombachita
de goma.
Por ©Juan Manuel Aragón publicado en ramirezdevelazco.blogspot.com
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