Por Hebe Luz
Ávila.
(Publicado en EL
PUNTO Y LA COMA)
Al parecer, el arpa es el instrumento más antiguo que
produce su sonido mediante el punteo digital de unas cuerdas en tensión. Las
Sagradas Escrituras mencionan que el rey David ya la tocaba, hay numerosos
registros históricos de su existencia 3000 años A.C. en Mesopotamia y Egipto...
y así en las más distintas civilizaciones.
En América, el arpa entró con las primeras expediciones.
Acompaña a Gaboto, en 1526, Martín Niño, el primer ejecutante que se conoce en
el Río de la Plata, al que se menciona como un "hábil tañedor de
arpa".
Con las misiones jesuíticas, el instrumento se arraiga en lo que hoy es el NEA. Recordemos que el
Padre Antonio Sepp, en Yayepú (Corrientes) crea un importante taller de
luthería. Con la expulsión de los jesuitas, las arpas y todo el bagaje musical
queda en manos de los aborígenes, los que se mezclan con los nativos y van a
dar origen a “lo criollo”
El sabio francés Alcide D’Orbignyn, en su Viaje a la América
Meridional, terminado de publicar en 1847, relata su estadía en Caá-Caty, un
pueblito cercano a la laguna Iberá. Nos cuenta que tocaba allí una pequeña
orquesta de indios guaraníes, uno con un violín de su propia fabricación, uno
con una guitarra y otro con un arpa hecha por él en un tronco ahuecado, sobre
el que tenía un tablero de armonio y unas cuerdas de tripas. Los hijos del
arpero tocaban uno un tamboril, otro una caja y el último un triángulo. Un
ciego se había hecho un flautín con una tacuara y era el que mejor ejecutaba.
La orquesta se llamaba”De Baile, Iglesia
y Guerra de Caá Caty”, en clara referencia a los tres ámbitos en los que se
utilizaba la música.
Desde dos puntos de influencia se lleva a cabo la evolución
del arpa en nuestro país: uno - como ya señalamos- situado en la Mesopotamia
argentina y que se relaciona con la música paraguaya, y el otro el NOA, con el
instrumento proveniente del Alto Perú.
A partir de finales del siglo XVIII, el arpa existió en el
ámbito urbano, especialmente como entretenimiento de las damas de sociedad,
mientras que en la campaña se fue folklorizando.
El arpa y su intérprete están muy presentes en el pasado
reciente de nuestra campaña, como lo demuestra la copla que Olga Fernández
Latour de Botas rescata del Cancionero Popular de Santiago del Estero (1940),
de Orestes Di Lullo:
“El piojo y la pulga /
se quieren casar/ por falta de arpero/ no se casan ya./ Y sale el carnero/ de
adentro’el chiquero:/ Si tienen borregos,/ yo soy el arpero”.
La distinguida académica destaca el orden de prioridades, en
el que el arpero se coloca en primer término, “antes del cantor, de la madrina, del padrino y hasta del cura, lo que
muestra su importancia funcional y su prestigio”.
Al respecto, creo necesaria una pequeña digresión: hablamos
de arpista y arpero, así como de guitarrista y guitarrero, o violinista y
violinero (para no nombrar el tan santiagueño violinisto). En estos pares, el
primero, en –ista, hace referencia al instrumentista con escuela, al virtuoso
de un nivel más académico, muchas veces concertista, mientras que el segundo,
en –ero, nombra al ejecutante más bien práctico, aficionado o “de oído”, y de
un nivel popular. Es más común designar con la forma –ista al ejecutante de
música clásica y con –ero al folkórico. Para ejemplificar, recordemos que don
Sixto Palavecino, humildemente, se considera violinero y agrega, para
complementar, sachero, esto es, del monte.
Y serán las letras del cancionero popular las que señalen la
presencia obligada del arpa en las más típicas estampas de la tradición, como en la zamba Nostalgias
tucumanas de Atahualpa Yupanqui:
“Zamba para bailar,/
arpa, bombo y violín,/ recuerdos y esperanzas/ en los pañuelos, ay, ay de mí”
O en la Zamba de mi pago, de los Hnos. Ábalos:
“Un violín gemidor /
junto a un bombo legüero / y un viejo arpero/ nostalgias me traen de ande soy.”
Al parecer, será en Santiago del Estero donde más letras de
canciones rescaten la presencia
determinante del arpa en ambientes descriptos
como propios:
“Viejos churos de mi
pago / de estilo humilde y gentil,/ sus
arpas bordaron notas / que aún guardan las noches zamberas de aquí.”
(Esquina al Campo,
Zamba de Canqui Chazarreta)
Las letras también demuestran la importancia del arpa en la
música de influencia guaranítica, con la llamada “arpa india” o “arpa
paraguaya”, como en la Canción del arpa
dormida, de Atahualpa Yupanqui en recuerdo del arpista Félix Pérez Cardozo:
“Hoy el arpa india/ se
quedó dormida/ como una guarania/ que no pudo ser”.
De esta manera, determinamos que el arpa y el arpero forman
parte significativa del imaginario criollo, presentes no solo en NOA y NEA,
sino también en la región centro, como lo demuestra el vals criollo Córdoba de
Antaño, de Ricardo Arrieta:
“Los bailes en los
patios, / el mandolín, el arpa, / la chispa de Cabeza,/ recuerdos de mi ayer.”
El músico ciego,
personaje casi legendario: universal y local.
A lo largo de la historia – y del arte y la literatura, su
espejo- hallamos como constante la figura – y su mención- del ciego que toca el
arpa.
Esto es así desde los
relieves egipcios de hace más de 3.000 años, al punto que C. Sachs, en La música en la ANTIGÜEDAD (1927),
entiende que: “el tipo del arpista ciego procede de Egipto, país azotado por
las enfermedades de los ojos".
La mayoría de los autores justifican esta profesión de
músico en los no videntes, talvez en la creencia de que la pérdida de uno de
los sentidos potencia los otros. Sin descartar esta posibilidad, me inclino más
a creer en la necesidad de supervivencia, que lleva a los ciegos a ganarse el
sustento en oficios no convencionales.
En España eran juglares, animadores del camino a Santiago de
Compostela. De esta manera, Ramón Menéndez Pidal en sus compendiosos
estudios, rescata la labor de estos
juglares, entre los que a menudo aparecen ciegos músicos y cantores. El mismo
Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita (s XIV), compone lo que se conoce como “Cantares
para ciegos”. Es que, a la par de su fino oído para la música, los no videntes
medievales debían saber - como se recomienda en el Lazarillo de Tormes- un punto más que el diablo. Así, echaban mano
de numerosos recursos, entre los que eran muy requeridas las oraciones y
plegarias que les permitían ganarse la vida como recitadores profesionales de
preces y jaculatorias, al punto de conformar una especie de corporación laboral
o asociación gremial, con normas perfectamente reguladas por las ordenanzas
públicas.
También en nuestro medio ha sido tan habitual la presencia
de ciegos cantores y rezadores, que aún perdura el dicho “No tiene ni 5 para
hacer cantar al cieguito”, o la variante: “No tiene ni con qué hacer rezar al
ciego”, para expresar pobreza, falta de recursos.
Pero volviendo al ciego músico, en el siglo XVI adquirió
fama mundial Francisco de Salinas, ciego desde los diez años, catedrático de la
Universidad de Salamanca, al que Fray
Luis de León le dedicara su Oda III, a
Francisco de Salinas:
“El aire se serena / Y viste de hermosura y luz no usada,/
Salinas cuando suena / La música extremada /Por vuestra sabia mano gobernada".
Como muestra de la universalidad de la presencia de este
tipo humano, podemos nombrar a Turlought O'Carolan, arpista irlandés ciego (s
XVII), una de las personalidades más importantes en la historia del arpa
irlandesa. El mismo compuso centenares de canciones que hoy forman parte del
repertorio de numerosas bandas celtas.
Viniendo más cerca en tiempo y espacio, en nuestro país
encontramos la chacarera EL CIEGUITO DEL
ARPA, de León Benarós y también un tango de Homero Manzi, VIEJO CIEGO, que
termina:
“A ver, viejo ciego, / tocá un tango lerdo / muy lerdo y muy
triste/ que quiero llorar.”
Más cerca aún, dentro de nuestro NOA, comprobamos que el
arpa ocupa un lugar de privilegio en las letras de nuestro folklore. Así,
la ZAMBA DEL CIEGO, con Letra de Manuel Castilla dice en unos
versos:
Qué pena tiene este ciego / no puede ver cómo bailan / le
lloran las "polvaderas" / dentro del arpa de su alma.
Pero será nuestro Santiago del Estero el lugar desde donde
surja el ejemplar más renombrado. Se trata del ciego Aguirre, el arpero que
integraba la orquesta de Andrés Chazarreta, como lo atestigua Atahualpa
Yupanqui en EL CANTO DEL VIENTO:
“Varios años tardó en disiparse la polvareda levantada por
los malambos que trajo Andrés Chazarreta con sus santiagueños, allá por el
veintiuno, en aquel cielo memorable del Politeama, con el espaldarazo formidable
de Ricardo Rojas.
Fue un verdadero impacto en plena calle Corrientes. Hombres
y mujeres, cantores, músicos, campesinos, artistas del monte, conmovían noche a
noche al porteño con sus "remedios", "marotes" y
"truncas", y los endiablados mudanceos del "malambo".
Doña Nachi, en escena, cebaba mates "dendeveras",
mientras el ciego Aguirre tañía su arpa, y Giménez, Colazán y Suárez competían
en las danzas más donosas.”
Y es justamente este ciego Aguirre el que va a ser nombrado
o aludido en las más tradicionales letras del folklore santiagueño, como la ya
mencionada ESQUINA AL CAMPO, de Canqui Chazarreta:
“Esquina al campo,
como mistoles / eran las coplas armadas allí, / maduraban en verano/ con un
ciego al arpa / y otro al violín.”
O Viejitos de mi
pago, de Víctor Abel Giménez :
“hablaba del cumpa
Chaza, / del ciego Aguirre el Arpero,/
evocando aquellos tiempos / que también fue musiquero.”
Y así, este ciego con su instrumento ha quedado ya como
rasgo determinante de nuestro imaginario local, y su mención nos retrotrae a un
pasado muy cercano, en el que nos reconocemos al oír estas letras de nuestro
cancionero, como aquella ZAMBITA DEL MUSIQUERO del nunca bien ponderado Canqui Chazarreta:
“Zambita que traes cantares de ayer, / sembrando misquila de arpas.”
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