Por Roberto Pucci
¿Vivimos en un país verdaderamente federal? ¿Es posible
limitar el poder en una sociedad clientelar y centralizada? Roberto Pucci
reflexiona acerca de la importancia de los hábitos democráticos en los
ciudadanos y pone en cuestión la viabilidad de una democracia real en un país
con escaso control y vigilancia sobre las autoridades. El texto es la versión
escrita de su intervención en el Ciclo de debates “¿Qué significa defender la democracias?”,
organizado por Trama y la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UNT los
días 6 y 7 de agosto.
Como señala el historiador Robert Conquest, el
comportamiento democrático de una sociedad es una cuestión de instituciones,
pero quizás mucho más de hábitos mentales. Mediante la ingeniería que las
constituciones representan se establecen las instituciones que regulan la vida
democrática. Esta ingeniería es imprescindible, pero no basta en sí misma: se
requiere que sus ciudadanos posean el hábito y la disposición a tolerar y
respetar las opiniones ajenas, y que hayan aprendido a perder y no sólo a
ganar. Pero cuando se concibe a la política y al poder como instrumentos de
pasión, como el arte de inflamar las ambiciones y conducir los deseos, entonces
se abre la puerta al autoritarismo, que es lo contrario de la vida democrática.
No se trata de que no haya pasiones en juego, ya que éstas no pueden ni deben
ser abolidas (como indicó Michael Oakeshott), pero el acuerdo democrático sólo
es posible cuando el compromiso de la mayoría ciudadana con el gobierno de la
ley es más fuerte que la identificación con una doctrina, un partido o una
ideología.
Sin las instituciones y la práctica cotidiana de respetarlas
y hacerlas respetar, la democracia no subsiste y se reinstala el reino de la
arbitrariedad. La democracia desaparece si el gobierno de la mayoría
circunstancial convierte a la nave del Estado, que precede y sobrevive al
Gobierno, en una propiedad patrimonial del partido en el poder. Sin esa
práctica continua de respetar las normas legítimas, la Constitución deviene un
mero acto lingüístico, según lo señalara Carlos Nino. Para conjurar este
riesgo, la ingeniería institucional democrática busca asegurar la división de
poderes, tema y propósito de la entera tradición del pensamiento liberal
democrático desde Montesquieu en adelante. Porque en las democracias
representativas de hoy, en las que el pueblo elige pero no gobierna, el
principal problema constitucional es la distribución del poder. La necesidad de
impedir su ejercicio absoluto e ilimitado y asegurar al ciudadano el derecho a
criticar, controlar y cambiar a quienes lo ejercen en su nombre cada vez que lo
considere necesario.
El tema de la división de poderes es sencillo si pensamos
que los medios para establecerla ya fueron inventados y son objeto de constante
reflexión. Sin embargo, resulta abrumador cuando advertimos que, como en
nuestro caso, se trata de meditar acerca de una ausencia, de algo que se parece
a una imposibilidad nacional. Porque los argentinos estamos agobiados por un
poder ejecutivo que abolió de hecho las facultades del legislativo, que somete
al poder judicial, que vació de contenido a los organismos de contralor, que
domina el 80 por ciento de los medios de comunicación y convirtió al poder
parlamentario en una mera corte palaciega.
Estos son los datos cruciales de nuestra realidad política.
Pero agreguemos otra dimensión a esta ausencia de división de poderes: el del
centralismo o unitarismo feroz del Poder argentino. Es como si padeciéramos el
peso de una fuerza histórica que lo impone, una tendencia ya multisecular a la
centralización viciosa del poder en el campo político, geográfico, económico,
social, cultural, administrativo o fiscal (cuyo origen Alberdi atribuyó,
certeramente, a la nefasta tradición del imperio español). Mientras tanto,
somos un país en el que la palabra federalismo inunda todos los discursos y se
define como un imperativo en nuestra carta magna, pero en el que la cosa en sí
misma no existe. No obstante, si el centralismo más que prusiano nos viene de
la historia, no se trata de un hecho inmodificable de la naturaleza, sino el
resultado de políticas compartidas por los más variados partidos y movimientos.
Luego de los 70 años de guerras civiles que hicieron falta para acabar con el
separatismo y el monopolio porteño en el siglo XIX, los gobiernos del siglo XX
trabajaron para reinstalar este centralismo. La confiscación por parte de la
autoridad central de los recursos que pertenecen a todo el país se erigió en
arma para hacer del poder nominalmente democrático un poder elector que se
perpetúa a sí mismo, convirtiendo en una ficción las autonomías provinciales.
En este campo, la retórica también sirve al propósito de
encubrir la realidad ya que, bajo el nombre de coparticipación federal, se ha
implantado un unitarismo fiscal y un control ilegítimo y absoluto del PEN sobre
las arcas que pertenecen a toda la sociedad argentina. La Constitución
reformada en 1994 establece que la Ley de Coparticipación Federal debía aprobarse
en 1996: 20 años después sigue sin dictarse. Así, el poder central se apodera
del 85% del total de los recursos coparticipables, las provincias disponen de
un 14.2% y los municipios del 1.4%. Y esto fundado en una estructura impositiva
que, como señalan los estudios del Instituto Argentino de Análisis Fiscal, es
una de las más regresivas del planeta, cuya carga es de las más elevadas y en
la que el impuesto al consumo, que castiga a los que menos tienen, representa
la mitad de la recaudación tributaria del país.
Con semejante control de caja, el PEN procede al reparto
discrecional de un dinero que no es suyo, en el que las provincias son
estranguladas, se endeudan y carecen de toda capacidad de autonomía. Se
extorsiona a gobernantes y ciudadanos a cambio de aparentes dádivas otorgadas
con el dinero que en realidad les pertenece. Tal es el engranaje central de un
sistema de gobierno fundado en la corrupción, el clientelismo y la
ineficiencia. Y el mal se reproduce hacia abajo, como en el caso del llamado
Pacto Social de nuestra provincia, por el que los municipios ceden al gobierno
provincial sus fondos de coparticipación, convirtiéndose en rehenes de aquel y
violando la autonomía municipal consagrada en la Constitución. De ese modo el
gobernador los maneja a su antojo y convierte a los municipios en gigantescas
unidades básicas del oficialismo, piezas clave de las incesantes reelecciones.
Este control de las arcas del Estado es el sustento de un
poder elector y reelector de sí mismo, que ha erigido (según caracterización de
Jorge Ossona en su libro Punteros, malandras y porongas) un Estado clientelar
sin precedentes en la historia argentina. Se trata de un gigantesco aparato de
producción, reproducción y explotación de la pobreza, en una larga cadena cuya
cabeza es una oligarquía de políticos que marginaliza a los ciudadanos para
convertirlos en rehenes electorales. El asistencialismo impera mediante una
multitud de planes manejados por el Poder Ejecutivo, cuya asignación es
completamente discrecional y sobre los que no se dispone de información.
Tampoco existe coordinación ni medición de resultados. Porque la confiscación
del poder ciudadano requiere de otra confiscación: la de la información y de la
transparencia requeridas para que la democracia funcione auténticamente. Pero
el Gobierno ha convertido a los datos más elementales de nuestra realidad
social en un secreto de Estado o, quizás peor aún, en una ignorancia de Estado.
Sobre tales bases no puede sustentarse una
sociedad democrática ya que, como pensaba Alberdi, existe algo tan importante
como la afirmación de los derechos civiles, políticos y personales de los
ciudadanos, un derecho quizá previo a todos los demás derechos, que yo llamaré
aquí el derecho a ser, o el derecho a poseer la capacidad de defender todos los
demás derechos. Éste no encuentra sustento en un Estado clientelar que reduce a
sus ciudadanos a rehenes del poder de turno, convirtiendo en una dádiva
discrecional la asignación de los recursos que le pertenecen –y siempre le
pertenecieron- al pueblo en su conjunto. El horizonte del Estado clientelar no
es una sociedad democrática, vigorosa y en crecimiento, sino apenas su propia
supervivencia. Fuente: tramarevista.com.ar
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