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17/8/15

Democracia, federalismo y división del poder

Por Roberto Pucci


¿Vivimos en un país verdaderamente federal? ¿Es posible limitar el poder en una sociedad clientelar y centralizada? Roberto Pucci reflexiona acerca de la importancia de los hábitos democráticos en los ciudadanos y pone en cuestión la viabilidad de una democracia real en un país con escaso control y vigilancia sobre las autoridades. El texto es la versión escrita de su intervención en el Ciclo de debates “¿Qué significa defender la democracias?”, organizado por Trama y la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UNT los días 6 y 7 de agosto.

Como señala el historiador Robert Conquest, el comportamiento democrático de una sociedad es una cuestión de instituciones, pero quizás mucho más de hábitos mentales. Mediante la ingeniería que las constituciones representan se establecen las instituciones que regulan la vida democrática. Esta ingeniería es imprescindible, pero no basta en sí misma: se requiere que sus ciudadanos posean el hábito y la disposición a tolerar y respetar las opiniones ajenas, y que hayan aprendido a perder y no sólo a ganar. Pero cuando se concibe a la política y al poder como instrumentos de pasión, como el arte de inflamar las ambiciones y conducir los deseos, entonces se abre la puerta al autoritarismo, que es lo contrario de la vida democrática. No se trata de que no haya pasiones en juego, ya que éstas no pueden ni deben ser abolidas (como indicó Michael Oakeshott), pero el acuerdo democrático sólo es posible cuando el compromiso de la mayoría ciudadana con el gobierno de la ley es más fuerte que la identificación con una doctrina, un partido o una ideología.

Sin las instituciones y la práctica cotidiana de respetarlas y hacerlas respetar, la democracia no subsiste y se reinstala el reino de la arbitrariedad. La democracia desaparece si el gobierno de la mayoría circunstancial convierte a la nave del Estado, que precede y sobrevive al Gobierno, en una propiedad patrimonial del partido en el poder. Sin esa práctica continua de respetar las normas legítimas, la Constitución deviene un mero acto lingüístico, según lo señalara Carlos Nino. Para conjurar este riesgo, la ingeniería institucional democrática busca asegurar la división de poderes, tema y propósito de la entera tradición del pensamiento liberal democrático desde Montesquieu en adelante. Porque en las democracias representativas de hoy, en las que el pueblo elige pero no gobierna, el principal problema constitucional es la distribución del poder. La necesidad de impedir su ejercicio absoluto e ilimitado y asegurar al ciudadano el derecho a criticar, controlar y cambiar a quienes lo ejercen en su nombre cada vez que lo considere necesario.

El tema de la división de poderes es sencillo si pensamos que los medios para establecerla ya fueron inventados y son objeto de constante reflexión. Sin embargo, resulta abrumador cuando advertimos que, como en nuestro caso, se trata de meditar acerca de una ausencia, de algo que se parece a una imposibilidad nacional. Porque los argentinos estamos agobiados por un poder ejecutivo que abolió de hecho las facultades del legislativo, que somete al poder judicial, que vació de contenido a los organismos de contralor, que domina el 80 por ciento de los medios de comunicación y convirtió al poder parlamentario en una mera corte palaciega.

Estos son los datos cruciales de nuestra realidad política. Pero agreguemos otra dimensión a esta ausencia de división de poderes: el del centralismo o unitarismo feroz del Poder argentino. Es como si padeciéramos el peso de una fuerza histórica que lo impone, una tendencia ya multisecular a la centralización viciosa del poder en el campo político, geográfico, económico, social, cultural, administrativo o fiscal (cuyo origen Alberdi atribuyó, certeramente, a la nefasta tradición del imperio español). Mientras tanto, somos un país en el que la palabra federalismo inunda todos los discursos y se define como un imperativo en nuestra carta magna, pero en el que la cosa en sí misma no existe. No obstante, si el centralismo más que prusiano nos viene de la historia, no se trata de un hecho inmodificable de la naturaleza, sino el resultado de políticas compartidas por los más variados partidos y movimientos. Luego de los 70 años de guerras civiles que hicieron falta para acabar con el separatismo y el monopolio porteño en el siglo XIX, los gobiernos del siglo XX trabajaron para reinstalar este centralismo. La confiscación por parte de la autoridad central de los recursos que pertenecen a todo el país se erigió en arma para hacer del poder nominalmente democrático un poder elector que se perpetúa a sí mismo, convirtiendo en una ficción las autonomías provinciales.

En este campo, la retórica también sirve al propósito de encubrir la realidad ya que, bajo el nombre de coparticipación federal, se ha implantado un unitarismo fiscal y un control ilegítimo y absoluto del PEN sobre las arcas que pertenecen a toda la sociedad argentina. La Constitución reformada en 1994 establece que la Ley de Coparticipación Federal debía aprobarse en 1996: 20 años después sigue sin dictarse. Así, el poder central se apodera del 85% del total de los recursos coparticipables, las provincias disponen de un 14.2% y los municipios del 1.4%. Y esto fundado en una estructura impositiva que, como señalan los estudios del Instituto Argentino de Análisis Fiscal, es una de las más regresivas del planeta, cuya carga es de las más elevadas y en la que el impuesto al consumo, que castiga a los que menos tienen, representa la mitad de la recaudación tributaria del país.

Con semejante control de caja, el PEN procede al reparto discrecional de un dinero que no es suyo, en el que las provincias son estranguladas, se endeudan y carecen de toda capacidad de autonomía. Se extorsiona a gobernantes y ciudadanos a cambio de aparentes dádivas otorgadas con el dinero que en realidad les pertenece. Tal es el engranaje central de un sistema de gobierno fundado en la corrupción, el clientelismo y la ineficiencia. Y el mal se reproduce hacia abajo, como en el caso del llamado Pacto Social de nuestra provincia, por el que los municipios ceden al gobierno provincial sus fondos de coparticipación, convirtiéndose en rehenes de aquel y violando la autonomía municipal consagrada en la Constitución. De ese modo el gobernador los maneja a su antojo y convierte a los municipios en gigantescas unidades básicas del oficialismo, piezas clave de las incesantes reelecciones.

Este control de las arcas del Estado es el sustento de un poder elector y reelector de sí mismo, que ha erigido (según caracterización de Jorge Ossona en su libro Punteros, malandras y porongas) un Estado clientelar sin precedentes en la historia argentina. Se trata de un gigantesco aparato de producción, reproducción y explotación de la pobreza, en una larga cadena cuya cabeza es una oligarquía de políticos que marginaliza a los ciudadanos para convertirlos en rehenes electorales. El asistencialismo impera mediante una multitud de planes manejados por el Poder Ejecutivo, cuya asignación es completamente discrecional y sobre los que no se dispone de información. Tampoco existe coordinación ni medición de resultados. Porque la confiscación del poder ciudadano requiere de otra confiscación: la de la información y de la transparencia requeridas para que la democracia funcione auténticamente. Pero el Gobierno ha convertido a los datos más elementales de nuestra realidad social en un secreto de Estado o, quizás peor aún, en una ignorancia de Estado.

Sobre tales bases no puede sustentarse una sociedad democrática ya que, como pensaba Alberdi, existe algo tan importante como la afirmación de los derechos civiles, políticos y personales de los ciudadanos, un derecho quizá previo a todos los demás derechos, que yo llamaré aquí el derecho a ser, o el derecho a poseer la capacidad de defender todos los demás derechos. Éste no encuentra sustento en un Estado clientelar que reduce a sus ciudadanos a rehenes del poder de turno, convirtiendo en una dádiva discrecional la asignación de los recursos que le pertenecen –y siempre le pertenecieron- al pueblo en su conjunto. El horizonte del Estado clientelar no es una sociedad democrática, vigorosa y en crecimiento, sino apenas su propia supervivencia. Fuente: tramarevista.com.ar

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