El Clima en Santiago del Estero

18/2/11

Tierra envenenada

En todo el territorio nacional se utilizan cerca de 300 millones de litros de pesticidas por año.

Hace cinco años, algunos vecinos de San Justo, provincia de Santa Fe, se trasladaron a vivir a la zona norte de la ciudad buscando un mayor contacto con la naturaleza. Al tiempo, se encontraron con que no podían estar con las ventanas abiertas ni usar el patio ni tener plantas. Las fumigaciones constantes lo impedían. También fue notorio el aumento de los casos de cáncer, malformaciones, alergias, problemas respiratorios y demás patologías en la ciudad. No hubo protocolo sanitario que lo registrara ni médico que expresara claramente la vinculación de los pesticidas con estos problemas, pero lejos de quedarse esperando esas pruebas, los pobladores juntaron firmas, instalaron el tema en la comunidad y conformaron la organización Muyuqui, voz quechua que quiere decir «fuerza que se agrupa para luego expandirse».
«Hay varios productos que se usan para fumigar, el más conocido es el glifosato, pero se aplican muchos otros, incluso más nocivos para la salud», señala Patricio Acuña, integrante de la organización nacida en San Justo. Esta ciudad de 30.000 habitantes es apenas una muestra de lo que está sucediendo en cientos de localidades del país. Y exhibe el visible riesgo para la salud del uso cada vez mayor de agroquímicos destinados a hacer rentable el modelo productivo agroindustrial.
El avance de cultivos –principalmente soja– modificados genéticamente para resistir la acción de los venenos es una pieza clave para entender esta problemática. Según datos del Ministerio de Salud de la Nación y la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos, se estima que los cultivos transgénicos cubren actualmente 22 millones de hectáreas pertenecientes a las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, Santiago del Estero, San Luis, Chaco, Salta, Jujuy, Tucumán, La Pampa y Corrientes.
Si a esto se suma la tendencia creciente hacia el monocultivo, el riesgo ambiental se agudiza. «Los monocultivos se han expandido por toda la Argentina. Es la soja, pero también son los árboles forestales exóticos, las hortalizas, el olivo, el tabaco y los frutales. Los monocultivos son insustentables desde su misma base al no recrear las condiciones mínimas que le permitan su sustento, requieren de la aplicación permanente de plaguicidas y fertilizantes, y cada año se necesitan más cantidades de estas sustancias para mantener la productividad», señala el ingeniero agrónomo Javier Souza Casadinho, coordinador regional de la ONG Rapal (Red de Acción en Plaguicidas y sus alternativas de América Latina). Según datos de esta organización, hoy se aplican en la Argentina cerca de 300 millones de litros de pesticidas al año, de manera aérea, terrestre con equipos autopropulsados y de arrastre, y también con mochilas.
Al uso creciente de estas sustancias (hace 15 años se usaban 30 millones de litros), se une la falta de un control eficaz sobre su clasificación, aplicación, comercialización y almacenamiento, poniendo en riesgo a las personas, los animales y el medio ambiente.

En el consultorio

Según cálculos de geógrafos de la Universidad Nacional de Córdoba, unas 12 millones de personas viven en pueblos rodeados de campos sujetos a fumigaciones sistemáticas. Este dato fue vertido durante el pasado mes de agosto, cuando se realizó en la universidad mediterránea el Primer Encuentro de Médicos de Pueblos Fumigados, del cual participaron 160 especialistas de todo el país. Durante varias jornadas, se expusieron estudios y testimonios que vinculan a los pesticidas con la aparición de cánceres, malformaciones congénitas, trastornos endócrinos y reproductivos, afecciones respiratorias y alergias en los habitantes y trabajadores del sector rural.
«Se emitió la opinión de las ciencias médicas sobre un problema que vienen denunciando desde hace diez años los pobladores afectados por las fumigaciones. Hoy ya no se puede decir que los problemas de salud que sufren son casuales o que son los mismos que tiene cualquier persona», afirma el pediatra Medardo Ávila Vázquez, uno de los organizadores del cónclave.
El encuentro analizó académicamente y verificó la información científica generada por grupos de investigadores de diversas universidades públicas argentinas (Buenos Aires, Litoral, Rosario y Río Cuarto). Asimismo, se revisaron los datos de la bibliografía científica internacional, editada en Estados Unidos, Europa y Canadá, que acuerda en que los plaguicidas producen las patologías que los médicos de los pueblos fumigados están encontrando en sus pacientes. «Y lo que vemos es sólo una parte de lo que verdaderamente está ocurriendo, porque no hay desde el Estado una mirada más epidemiológica y de vigilancia», advierte Ávila.
Alejandro Oliva, médico director de la Unidad de Medio Ambiente y Salud Reproductiva del Hospital Italiano de Rosario, coincide con el diagnóstico del subregistro de casos que se expresó en el encuentro cordobés. Generalmente, los datos de daños a la salud de los agrotóxicos salen a la luz a partir de observaciones parciales «No hay registros nacionales de salud en patologías como cáncer, por ejemplo, y eso complica mucho las investigaciones», señala el profesional.
Entre 2004 y 2007, Oliva formó parte de un equipo que estudió los efectos de pesticidas y solventes en la salud reproductiva masculina de seis pueblos de la Pampa Húmeda. Se encontraron cantidades superiores a las medias nacionales y latinoamericanas de cáncer de testículo y digestivo, malformaciones, impotencia sexual, mala calidad seminal e infertilidad.
Oliva remarca otros factores que producen una sinergia riesgosa para la salud: a la tierra impactada con pesticidas de diversos tipos desde hace más de cuatro décadas se agrega la recurrente falta de protección de quienes los aplican, la presencia de silos y almacenamiento de venenos dentro del ejido urbano de los pueblos, la carencia de agua potable, y la cría de ganado en espacios reducidos, conocidos como feedlots, técnica que desplaza a los animales para dejar espacio a la agricultura.
«Los feedlots –señala Oliva– acumulan una gran cantidad de elementos químicos, como los pesticidas, antibióticos y anabólicos utilizados en la crianza de animales, así como los elementos químicos de sus desechos, que se acumulan en las primeras napas de las cuales, en muchas regiones de Argentina, se extrae el agua para consumo».
En resumen, sin eximir a la soja y al glifosato de sus responsabilidades, el médico considera esencial una mirada más global sobre los riesgos del actual modelo agroindustrial. Y, sobre todo, no esperar pruebas irrefutables para actuar. «Para generar leyes, los gestores de políticas quieren certezas de que los agrotóxicos hacen daño, pero las certezas siempre son relativas. Sin embargo, el Estado tiene la obligación de tomar una decisión y jugarse, aunque sea, por el principio de precaución», enfatiza el médico, haciendo referencia a la ley General del Ambiente 25.675. Esta norma establece para nuestro país diez principios de política ambiental, entre ellos, el principio precautorio, que ordena que «cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la ausencia de información o certeza científica no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces para impedir la degradación del medio ambiente».
Otro elemento que gravita fuertemente en la cuestión de los agroquímicos es la falta de regulación a nivel nacional. Actualmente, existen sólo leyes provinciales. En muchos casos, para que estas leyes se efectivicen a nivel local, fueron los propios habitantes los que debieron movilizarse, no sin sufrir presiones y amenazas dados los grandes intereses involucrados en un negocio que mueve millones de dólares al año, y del cual muchas poblaciones del interior dependen casi en exclusividad para su sustento.

La carga de la prueba

La bisagra ocurrió en la ciudad santafesina de San Jorge. Allí, por primera vez, la lucha de los vecinos hizo que un juez, Tristán Régulo Martínez, prohíba la aspersión de agroquímicos a una distancia de menos de 800 metros para aplicaciones terrestres y 1.500 para las aéreas. Por primera vez, se invirtió la carga de la prueba y se ordenó demostrar que los pesticidas no hacen daño para poder usarlos en el ejido urbano, y no al revés.
En San Francisco, Córdoba, los vecinos trabajaron en 2005 y 2006 para lograr una ordenanza que prohibiera las fumigaciones en los alrededores de la ciudad. «Luego de una intensa campaña plagada de obstáculos, logramos que se aprobara y desde ese momento ya no se fumiga en San Francisco», contó a Acción Alicia Rópolo, vecina de la ciudad.
Y los casos siguen: en La Leonesa en el Chaco, a raíz de las denuncias contra una arrocera que utilizaba grandes cantidades de agrotóxicos, recientemente se logró la primera prohibición de fumigar en la provincia, que establece la mayor distancia otorgada en el país: 2.000 metros del casco urbano para las fumigaciones aéreas.
Son sólo algunos de los lugares donde los pobladores tomaron las riendas ante el deterioro de la salud que vienen detectando en sus comunidades desde que las fumigaciones se volvieron algo cotidiano. A raíz de la movilización popular, diversas cámaras de diputados provinciales y concejos deliberantes de Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires y Entre Ríos iniciaron audiencias públicas y reuniones tendientes a revertir la situación, y también emergió un proyecto de ley nacional que en setiembre fue enviado al Congreso de la Nación. De su redacción participaron diversos actores involucrados en la problemática y lo firman diputados de Proyecto Sur, GEN, SI y Frente para la Victoria.
La iniciativa busca prohibir las fumigaciones aéreas y limitar las terrestres en todo el territorio nacional. Ante una inminente campaña agrícola, una decisión de Estado sobre el uso de los agrotóxicos ya no puede hacerse esperar. Y tampoco puede seguir dilatándose un debate profundo sobre los riesgos que acarrea el actual modelo agroindustrial argentino.­

Cora Giordana

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