Seis años después de que un grupo de miserables vestidos con el uniforme de la Patria se rindieran imbéciles y genuflexos a las exigencias del Neoliberalismo internacional y a las pretensiones personales de los grupos minoritarios locales, aquella cúpula militar volvió a rendirse, pero en la segunda ocasión por su desidia, por su falta absoluta de capacidad reflexiva, por su decisión unánime de destrozar definitivamente la imagen de la Nación y de las Fuerzas Armadas que juraron honrar, con tal de salir indemnes de la derrota, de su falta de vergüenza, de su incapacidad de ser humanos.
Tres presidentes golpistas sucesivos habían transformado a la Argentina en un desierto de voces monótonas, en un cementerio de almas vivas y tan apesadumbradas, como las de los miles de desaparecidos sin reposo, a través del dolor y la tortura.
La economía nacional, entregada definitivamente al juego de la ruleta rusa, había abandonado el sistema productivo para invertir en las finanzas y la especulación, la misma estrategia que hoy impulsan los detractores de la Democracia.
Las grandes urbes se transformaron en aldeas de tránsito nocturno para los más pobres sin trabajo ni hogar, abandonados a su propia marginalidad. De día, deambulaban los desocupados, sin esperanza alguna de reinsertarse en la otrora sociedad productiva.
El gobierno militar había iniciado un viaje sin retorno. Se había volcado a los brazos de las decisiones del poder económico internacional y navegaba entre aguas turbias sin piloto, desde la proa de nuestro país, haciendo agua y sin destino.
Pero en 1982 el pueblo comenzó a reaccionar.
Las Organizaciones Sindicales desplegaron su poder multitudinario el día 30 de marzo sobre la Plaza de Mayo, exigiendo un cambio definitivo de la cruenta política nacional. El ciudadano común, también hizo llegar su reclamo y la explosión cívica se transformó en un clamor unánime.
Las fuerzas armadas no toleraron ese procedimiento y volcaron a las calles de la Ciudad de Buenos Aires una represión salvaje. La policía apuntó sus escopetas de gases lacrimógenos al cuerpo de los transeúntes, golpeó salvajemente a miles de desarmados manifestantes. Hubo heridos y muertos y la íntima convicción de que el gobierno militar se derrumbaba definitivamente.
Apenas tres días después, aquellos militares, diminutos soldaditos colmados de medallas inmerecidas, lanzaron una estrategia desesperada en favor de su permanencia en el poder de facto.
Invadían Malvinas.
Como cada uno de los acontecimientos de la historia argentina, envueltos en situaciones inverosímiles e improvisadas, las Malvinas se convirtieron en la excusa del espanto y las fuerzas armadas de entonces, empequeñecidas por la rapacidad de sus jefes y que habían procedido tan crudamente contra la civilidad durante seis años de caótico gobierno, mostraron su verdadero rostro cobarde y despojado de todo respeto al más elemental de los derechos humanos, llevando a la avanzada de la guerra a los ciudadanos más jóvenes, que sin preparación psicológica ni bélica, opusieron su pecho a las balas enemigas.
Los ingleses presentaron batalla, como supo decir entre copas, ese desafortunado monigote devenido en Presidente. y en medio de aquel hondo y desenfrenado lodazal, mataron a los chicos de la guerra.
Cuando los que no iban a venir hasta el Atlántico Sur alcanzaron la línea de los jefes, éstos se rindieron sin ofrecer resistencia. Lo supimos después, al enterarnos de los acontecimientos sucesivos en las islas Geórgicas y en Puerto Argentino.
La última estrategia de los militares para mantenerse en el gobierno, también había fracasado y no valía la pena arriesgar más vidas. Ya habían entregado a la muerte la vida de los jóvenes.
Al igual que nuestro pasado, intentaban destruir nuestro futuro.
Hoy, han pasado veintiocho años de esta tragedia nacional y la democracia nos permite decir cosas que la falta de libertad nos impedía.
Por ello nuestro reclamo soberano en los Organismos Internacionales debe ser contundente, debemos recordar que en esa época ya existían indicios serios respecto de la potencialidad petrolífera de la región y que más temprano que tarde, los envalentonados generalotes irían a entregar las reservas a quien los líderes mundiales les designen. Pero nuestra actitud fundamentalmente patriótica no debe olvidar a esos chicos. Verdaderos hijos de la tierra y de hombres y mujeres sin pan y sin trabajo que entregaron su vida por una causa lejana de sus íntimas convicciones y que hoy esperan de nosotros el máximo reconocimiento, ese que solamente puede hacerse efectivo a partir de una verdadera conciencia republicana, que construya un país que merezca ser vivido.
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