En el Estrella del Norte, llegó
Eric Satie a Santiago del Estero, una mañana de agosto de 1918. Tranquilo,
cruzó la ancha sala de la estación siguiendo a un simpático changarín, que le
explicaba cómo manejarse con los "mateos". Salieron a un resplandor
que él nunca había visto: "el sol
vive aquí", se dijo.
Tomó uno de los coches de plaza
que se alineaban enfrente, bajo la suave sombra de árboles frondosos. "A Villa Constantina", indicó.
"Calle San Martín 1412".
Recomendado por un amigo
cordobés, tenía preparada ya una habitación en la casa de una familia de
barrio. Un muchacho le ayudó con las dos valijas.
A pesar de haber sido largo, el
viaje desde Buenos Aires no lo había cansado. Luego de algunos minutos, la
dueña de la pensión golpeó la puerta para preguntarle si prefería mate o café.
-Mate -contestó Eric, quien ya
había degustado ese néctar en París, gracias a un poeta argentino.
Desde aquel momento, todo sucedió
con placidez. El almuerzo amable, compartido con la familia que vivía en
aquella casa, la larga siesta. Como a las seis de la tarde, salió a dar un
paseo por el barrio. Le encantó. Callecitas de tierra, silencio, árboles
desconocidos para él, bajos y coposos junto a las veredas. Silencio.
Tranquilidad en las gentes. Jóvenes y mayores conversando distendidos en las
veredas, frente a mesitas de madera o metal. En las que se veían platitos con
queso cortado en cubos, fiambres, masitas, pan, gabetas de maderas, pavas y
mate.
Dos días después, apenas terminó
el desayuno, le avisaron que en la sala principal de la casa lo esperaba su
guía. Eran las ocho de la mañana. Eric sintió una agradable corriente de
entusiasmo. Fue hasta su habitación sólo para retirar el pequeño maletín.
El hombre en la sala era un joven
muy bello. Camisa ocre, bombacha militar, botas. Sobre el grueso cinto de
cuero, junto a la gran hebilla, llevaba cruzada una cartuchera, de la cual se
veía salir la culata del revólver.
-Qué tal, amigo. ¿Ya está listo
para partir? - saludó estirando su mano y fijando en los de Satie sus transparentes
ojos verdes.
-Estoy listo... señor...
-Mi nombre es Brígido Carreras
-avisó el joven con voz gruesa. Afuera esperaban dos caballos. La distancia no
era muy larga. Llegarían esa misma noche.
A unos cien metros vieron dos
jinetes, que parecían esperar junto a la ruta. Declinaba ya la oración y los
objetos se difuminaban.
-Pare un momentito -escuchó Satie
que Brígido le decía. Lo vio entonces quitar del costado un instrumento que
reconoció como las boleadoras. Sin apuro, el joven fijó uno de los extremos
anudándolo en el cabezal de su montura. Luego extrajo un facón reluciente de la
vaina que llevaba, también sobre su cinto, fijada en la espalda. El francés se
sintió repentinamente aterrorizado. Como adivinándolo, Brígido lo tranquilizó.
-No se preocupe, amigo. Esto se
va a terminar rápido y a usted no le va a pasar nada. Vamos ahora...
Dos hombres vestidos de negro
salieron a su encuentro. Se cruzaron sobre la no muy ancha senda pedregosa. Sus
caballos caracoleaban. Eran jóvenes, parecían muy fuertes. Ostentaban una
elegancia inesperada. Camisas blancas con cuellos bordados bajo chalecos negros
de terciopelo. Rastras y espuelas de plata.
-Por acá no se puede pasar...
-dijo uno que llevaba en su mano el revólver desenfundado. -Son campos de
propiedad privada.
-Somos huéspedes de don Moisés
Carol -le aclaró Brígido. Pero el guardián respondió:
-Don Moisés Carol no tiene
autoridad aquí.
Entonces con un movimiento
velocísimo que a Satie lo estremeció, Brígido derribó al que llevaba el
revólver de un bolazo en la sien. Como un refucilo lanzó el facón hacia la
frente del otro, que cayó, también, agarrándose la frente de donde brotaba
abundantemente su sangre.
Satie estaba a punto de
desvanecerse; su asombro llegaría al colmo cuando viese que los caballos de los
otros desaparecían y los hombres derribados por Brígido se metamorfoseaban...
Convertidos en oscuras bestias, semejantes a cerdos peludos, huyeron berreando.
Y se perdieron entre los matorrales y la oscuridad.
Don Moisés Carol también tenía
ojos verdes, algo diluidos por la edad. Debía de ser un hombre como de ochenta
años.
-Los llevaré enseguida a la casa
de los ulalos... ellos se muestran únicamente en dos horarios, por las noches y
a la siesta... -explicó el anciano.
Se internaron los tres a caballo,
por un senderito en el cual cabían sólo en fila de a uno. Satie percibió que
descendían, aunque levemente. Al fin llegaron a un tupido lugar del bosque, en
el cual, después de pasar por una especie de hueco entre las enredaderas, se
internaron, a pie, por un largo corredor donde las paredes parecían haber sido
hechas sólo con apretada vegetación.
Entraron a un espacio redondo,
amoblado con estantes, sillones y mesas de piedra, iluminado por antorchas
sobre las paredes, también de piedra gris. En su centro, tras una mesa, estaban
dos pequeños seres que a Satie le provocaron un sobresalto.
En sus cabezas calvas había ojos,
narices -nimias- boca y bajo su mandíbula tenían delgados cuellos. También sus
delgados torsos se extendían en brazos largos por los costados, con manos
delgadísimas, de delicados dedos "como de pianistas" apreció el
francés. No parecían humanos, sin embargo. Bajo las camisas de sarga se veía
una piel grisácea, con tonalidades amarillas y verdes, que jamás conociera
antes.
-Él es Eric Satie -indicó don
Moisés Carol a los extraños seres.
-¡Bienvenido! -contestó uno de
ellos: -¡Lo esperábamos!
Satie sintió una corriente de
alegría interior que le pareció provenir directamente de esa voz, que más bien
parecía transmitirse directamente por los pensamientos a su cabeza.
-Nosotros somos Sapa y Anyo.
Ulalos. ¿Puedo tocar su mano?...
Satie se la extendió.
El ulalo cerró sus ojos al
tomarla. Mantuvo entre sus dos manos la mano derecha de Satie y luego de unos
cincuenta segundos exclamó:
-¡Mmm...! ¡Usted es un hombre muy
refinado!...
Así fue el primer encuentro de
Eric Satie con los ulalos. El 27 de agosto de 1918 en Sinchi Caña, Santiago del
Estero.
Luego de pernoctar en lo de don
Moisés, regresaron con Brígido a la ciudad. Fuente: www.facebook.com/juliocarreras.escritor
1 comentario:
Muy lindo. Pertenece al libro de cuentos de Julio Carreras, "El Toqui".
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