Por Manuel Gómez Carrillo.
¡Muy poca mi voz y mi palabra para tanto destino! Válgame
ellas sin embargo para expresar cuánto deseo que este mensaje mío viaje con los
tiempos y acompañe el corazón de quienes en una forma u otra, siguen o mueren
creyendo en la alta alcurnia del espíritu, la cultura y la tradición.
Nací hace ya 81 años en Santiago del Estero, tierra cálida y
dulce donde la alegría da fuerzas para cantar y bailar y donde la tristeza es
siempre provisoria. Una tierra bañada por dos ríos, con mucha agua y con muchas
lágrimas que son y serán siempre un llanto fecundo y esperanzado.
Allí, en Santiago, me enamoré de la tradición como de los
quebrachos, las flores silvestres o las llanuras sin pausa. Allí aprendí a amar
los cantos ancestrales, aquellos que ruedan desde el fondo de los siglos
transmitiendo las voces de la historia. Chacarera o vidala, alegría o tristeza,
son en Santiago anverso y reverso de un mismo canto al espíritu y a la fe. Los
santiagueños no lloramos la pobreza, simplemente le ponemos música para
bordarla de esperanza. Y hay un suave misterio: ¿no seremos acaso artistas por
ser tan pobres? No nos importa esto. Basta que sigamos siendo santiagueños y
que no nos olvidemos de cantar.
Con todo este atavismo, ¿cómo no habría yo de salir músico?
Y además de músico, ¿cómo no habría yo de sentir hasta los tuétanos la música
de mi tierra? He aquí, mis amigos, mi pequeña y grande historia de hombre del
arte.
Por cierto que tendría que rendir aquí homenaje a mis
inolvidables maestros, Alfredo Grandi y José Rodoreda, que encendieron las luces de mi técnica. Pero a ellos mismos
tendría que agradecer mucho más que me hubiesen incitado, como lo hicieron con
clarividencia, a beber en las fuentes del cancionero tradicional antes de lanzarme
a la creación artística.
Cuando el maestro Francis Cassadesus dirigió en 1924 en
París mi “Rapsodia Santiagueña” con la Orquesta Sinfónica del Conservatorio,
Rodoreda me dijo: “Si tu música, Manuiel,
ya resuena en Europa, es porque te protege la sombra del quebracho milenario
bajo la cual naciste. Y esa sombra se la debes al sol de Santiago”.
En el año 1920 ocupé la tribuna del Instituto Popular de
Conferencia de “La Prensa” y traje a Buenos Aires una síntesis de mis trabajos
para la Universidad de Tucumán. Nadie pudo ocultar aquí su asombro ante el
mundo nuevo que yo les traía. Los que miraban “hacia afuera” tuvieron que mirar
“hacia adentro”, aunque sea por instantes. No tuvo yo ningún mérito. Yo sólo
traducía en sonidos, en música, algo que ya avanzaba bajo la inspiración de
Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Juan B. Terán, Ernesto Padilla, Juan Heller,
entre otros prohombres de la cultura mediterránea. Ellos creyeron, y el tiempo
les dio la razón, en un impulso cultural dado por un espíritu genuinamente
argentino, sin vacilaciones, sin limitaciones. Había que salvar la cultura
nacional.
Dios quiso que fuese yo una de las voces potadoras de la
lírica de la selva y los valles, que fijase en el pentagrama la sensibilidad
artística del pueblo mío del Norte, que le diese hijos al servicio de la cultura
y de la nacionalidad.
Mi gratitud no puede ser más honda: que el sol de Santiago,
que a tantos abrasa, me haya iluminado; que su tierra me haya inspirado.
Y…bueno, son cosas de mis pagos, allí donde el llanto es con canto y baile, y
donde la juventud, como la de ese árbol lozano, no muere porque nace todos los
días.
NOTA: La grabación de este texto se hizo para el Museo de la
Palabra de Radio Nacional, el día 8 de marzo de 1964, con motivo del cumpleaños
del maestro (81 años), quien murió en San Isidro cuatro años después, el 17 de
marzo de 1968. Fuente: arenapolitica
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