Estoy seguro, perfectamente seguro que ha sido en un año de
los cincuenta, no sé si en invierno o verano, pero sí en plena tarde, plena
inmensidad de tarde santiagueña, cuando mis dos inconsultos hermanos
decidieron, como si hubiera sido un tribunal de ellos mismos, ni más ni menos
que mi propio destino.
Por dictado de ellos yo comenzaría mi vida desde niño (y
según ellos sería para mi vida entera), como hincha de Independiente. Al
considerar que, siendo ellos dos, hinchas de Boca Juniors, la presencia de un
tercer boquense en el mundo interior de la casa paterna, imagino, habrá podido
causar algún inconveniente de cierta importancia en la cohesión familiar.
Y…sí, así, por decreto de mayores hermanos, me hice hincha
de Independiente del fútbol de Buenos Aires, y metí toda mi niñez adentro de
los contornos de una camiseta roja, la de los “diablos rojos de Avellaneda”.
Pensándolo bien, ellos tuvieron una buena elección apara mí,
lo malo es que lo decidieron por sí solos, no me preguntaron en ningún momento
absolutamente nada esos canallas. No me preguntaron de que cuadro yo quería
ser.
Me acuerdo de que por entonces estaban plantando unos
árboles de brachito en algunas veredas de Santiago, y que una de esas veredas
era la mía, la vereda de mi casa paterna. Aquella plantada de los brachitos era
lo más importante que yo había visto en mis escasos años que yo tenía, también
el carro de La Bola de Oro que pasaba saltando sobre los adoquines de la calle
empedrada, y también las procesiones de las noches de la Santo Domingo. Todo
eso y solamente eso, creo yo, era lo más importante que me había pasado hasta
que me convertí (o me convirtieron) en hincha de Independiente.
En aquel cuadro del recuerdo la delantera era con Michelle,
Seconatto, Bonelli, Grillo y Cruz. También recuerdo que jugaba Varacka por
supuesto.
Y he sido al comienzo un simpatizante digamos, claro que por
decreto de mayores hermanos, dictado durante las luces mortecinas de un
atardecer. No era lo que se dice un hincha apasionado por una razón muy clara,
no conocía los colores de la pasión.
Un poco más después, sí, ya tenía bien fijada mi identidad
nacional, ya era decididamente lo que se dice un verdadero hincha de
Independiente.
Por el equipo aquel de Boca Juniors que tanto repetían de
memoria mis hermanos (hasta tenían un disco de 45 revoluciones por minuto de
chamamé que cantaba el arquero Mussimessi), me encontré repitiendo por analogía
y de memoria, como formaba el cuadro de Independiente, de los “diablos rojos de
Avellaneda”, claro que unos cuantos añitos después: Toriani o Santoro en el
arco; Navarro (que era santiagueño) y Rolán. En la mitad de la cancha: Ferreiro,
Acevedo y Maldonado. La delantera: Bernao (aquel endemoniado puntero derecho),
Mura, Suárez (o Mansilla), Mario Rodríguez y Savoy.
Un plantel que hizo época y estragos en el fútbol nacional e
internacional (me acuerdo de los partidos contra el Inter de Italia por el
campeonato mundial).
A todo esto yo era un verdadero queso jugando al fútbol
cuando con la barra íbamos los domingos a la siesta a jugar a la Avenida del
Trabajo, en el Parque Aguirre, ahí justo al frente de donde quedaba la casa del
gordo Sierra. Nunca me querían poner ni como suplente de aguatero. Qué tristeza
aquella, seguramente habrá afectado luego mi propia personalidad.
De aquella barra sólo el Chispa Carot era un gran jugador,
un malabarista imparable con la bola, los demás ninguno valía ni aca.
Y sucedió que un buen día que no me entero que mi padre era
de Racing Club de Avellaneda, de la gloriosa Academia, entonces, en la
clandestinidad me hice hincha furioso de Racing sin que supieran nada mis
hermanos de semejante desobediencia.
Les tenía guardado un secreto que ellos jamás llegaron ni
siquiera a sospechar. Yo sabía cuando hacer esa revelación, yo lo sabía, cuando
ilusionaría ser realmente de independiente sin ser de Independiente, y decidir
por sí mismo, los colores de la camiseta de mi vida.
Y así fue que una vez, cuando vislumbré en los ojos verdes
de mi padre, desde la espesa selva de la existencia, una mirada tan fuerte y a
la vez tan amorosa, y desde ese preciso momento enarbolé los colores de La
Academia, colores bien conocidos por todos los buenos argentinos. Repliqué
certeramente a mis hermanos por haber decidido por mí en edad tan temprana de
la vida.
Sin embargo, nunca he llegado a aprender de memoria como
formaba el equipo de Racing Club; sí me acuerdo que quedaba Negri en al arco,
que jugaba Dellacha, Masschio, Anido, Sosa, Corbata y Belén.
No importa, yo sigo siendo hincha incondicional de Racing
Club, y esta convicción está sobre todo reforzada por aquel golazo como de
cuarenta metros que hizo el Chango Cárdenas contra el Celtic de Escocia en el
67 y se llevó el campeonato del mundo. Y pensar que el Chango Cárdenas también
era santiagueño y jugaba de Unión, cuando Unión se llamaba Unión y no otras
cosa y que también jugaba Cammus.
De esta historia, mi hermano, el del medio, el que tocaba el
piano, dejó de tocar el piano, el otro, el mayor, se marchó una noche a reír en
el volcán de mi memoria, imitando la voz de Fioravanti, gritando un gol de
Boyé.
Mi padre una noche salió para el lado del pueblo de Malbrán
en el auxilio del Automóvil Club porque había tenido un desperfecto en el
camino y nunca más regresó. Pero por todo esto uno sabe a ciencia cierta que
fuimos alguna vez una familia, endulzada por los alfajores de maicena de nuestra
madre, y para que todavía hoy me alegre profundamente, cuando en la insuperable
tristeza de las tardes de domingo gana alguno de los dos equipos de Avellaneda.
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