El Clima en Santiago del Estero

24/5/12

Arriba la Academia

A la memoria de mi hermano Héctor César Rosenberg.



Estoy seguro, perfectamente seguro que ha sido en un año de los cincuenta, no sé si en invierno o verano, pero sí en plena tarde, plena inmensidad de tarde santiagueña, cuando mis dos inconsultos hermanos decidieron, como si hubiera sido un tribunal de ellos mismos, ni más ni menos que mi propio destino.


Por dictado de ellos yo comenzaría mi vida desde niño (y según ellos sería para mi vida entera), como hincha de Independiente. Al considerar que, siendo ellos dos, hinchas de Boca Juniors, la presencia de un tercer boquense en el mundo interior de la casa paterna, imagino, habrá podido causar algún inconveniente de cierta importancia en la cohesión familiar.

Y…sí, así, por decreto de mayores hermanos, me hice hincha de Independiente del fútbol de Buenos Aires, y metí toda mi niñez adentro de los contornos de una camiseta roja, la de los “diablos rojos de Avellaneda”.

Pensándolo bien, ellos tuvieron una buena elección apara mí, lo malo es que lo decidieron por sí solos, no me preguntaron en ningún momento absolutamente nada esos canallas. No me preguntaron de que cuadro yo quería ser.

Me acuerdo de que por entonces estaban plantando unos árboles de brachito en algunas veredas de Santiago, y que una de esas veredas era la mía, la vereda de mi casa paterna. Aquella plantada de los brachitos era lo más importante que yo había visto en mis escasos años que yo tenía, también el carro de La Bola de Oro que pasaba saltando sobre los adoquines de la calle empedrada, y también las procesiones de las noches de la Santo Domingo. Todo eso y solamente eso, creo yo, era lo más importante que me había pasado hasta que me convertí (o me convirtieron) en hincha de Independiente.

En aquel cuadro del recuerdo la delantera era con Michelle, Seconatto, Bonelli, Grillo y Cruz. También recuerdo que jugaba Varacka por supuesto.

Y he sido al comienzo un simpatizante digamos, claro que por decreto de mayores hermanos, dictado durante las luces mortecinas de un atardecer. No era lo que se dice un hincha apasionado por una razón muy clara, no conocía los colores de la pasión.

Un poco más después, sí, ya tenía bien fijada mi identidad nacional, ya era decididamente lo que se dice un verdadero hincha de Independiente.

Por el equipo aquel de Boca Juniors que tanto repetían de memoria mis hermanos (hasta tenían un disco de 45 revoluciones por minuto de chamamé que cantaba el arquero Mussimessi), me encontré repitiendo por analogía y de memoria, como formaba el cuadro de Independiente, de los “diablos rojos de Avellaneda”, claro que unos cuantos añitos después: Toriani o Santoro en el arco; Navarro (que era santiagueño) y Rolán. En la mitad de la cancha: Ferreiro, Acevedo y Maldonado. La delantera: Bernao (aquel endemoniado puntero derecho), Mura, Suárez (o Mansilla), Mario Rodríguez y Savoy.

Un plantel que hizo época y estragos en el fútbol nacional e internacional (me acuerdo de los partidos contra el Inter de Italia por el campeonato mundial).

A todo esto yo era un verdadero queso jugando al fútbol cuando con la barra íbamos los domingos a la siesta a jugar a la Avenida del Trabajo, en el Parque Aguirre, ahí justo al frente de donde quedaba la casa del gordo Sierra. Nunca me querían poner ni como suplente de aguatero. Qué tristeza aquella, seguramente habrá afectado luego mi propia personalidad.

De aquella barra sólo el Chispa Carot era un gran jugador, un malabarista imparable con la bola, los demás ninguno valía ni aca.

Y sucedió que un buen día que no me entero que mi padre era de Racing Club de Avellaneda, de la gloriosa Academia, entonces, en la clandestinidad me hice hincha furioso de Racing sin que supieran nada mis hermanos de semejante desobediencia.

Les tenía guardado un secreto que ellos jamás llegaron ni siquiera a sospechar. Yo sabía cuando hacer esa revelación, yo lo sabía, cuando ilusionaría ser realmente de independiente sin ser de Independiente, y decidir por sí mismo, los colores de la camiseta de mi vida.

Y así fue que una vez, cuando vislumbré en los ojos verdes de mi padre, desde la espesa selva de la existencia, una mirada tan fuerte y a la vez tan amorosa, y desde ese preciso momento enarbolé los colores de La Academia, colores bien conocidos por todos los buenos argentinos. Repliqué certeramente a mis hermanos por haber decidido por mí en edad tan temprana de la vida.

Sin embargo, nunca he llegado a aprender de memoria como formaba el equipo de Racing Club; sí me acuerdo que quedaba Negri en al arco, que jugaba Dellacha, Masschio, Anido, Sosa, Corbata y Belén.

No importa, yo sigo siendo hincha incondicional de Racing Club, y esta convicción está sobre todo reforzada por aquel golazo como de cuarenta metros que hizo el Chango Cárdenas contra el Celtic de Escocia en el 67 y se llevó el campeonato del mundo. Y pensar que el Chango Cárdenas también era santiagueño y jugaba de Unión, cuando Unión se llamaba Unión y no otras cosa y que también jugaba Cammus.

De esta historia, mi hermano, el del medio, el que tocaba el piano, dejó de tocar el piano, el otro, el mayor, se marchó una noche a reír en el volcán de mi memoria, imitando la voz de Fioravanti, gritando un gol de Boyé.

Mi padre una noche salió para el lado del pueblo de Malbrán en el auxilio del Automóvil Club porque había tenido un desperfecto en el camino y nunca más regresó. Pero por todo esto uno sabe a ciencia cierta que fuimos alguna vez una familia, endulzada por los alfajores de maicena de nuestra madre, y para que todavía hoy me alegre profundamente, cuando en la insuperable tristeza de las tardes de domingo gana alguno de los dos equipos de Avellaneda.

Jorge Rosenberg

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